Me hallaba en una calle del barrio de Flores, cargando, en un maletín, una vieja notebook y un tercio de las Memorias de Henry Kissinger. La notebook se había muerto de vieja, un destino que ni la tecnología ha logrado eludir. Por su extensión –un libro de más de mil páginas–, había leído las memorias de Kissinger en las circunstancias más disímiles, hasta romperlo en tres maniobrables tomos. Luego lo enviaría a encuadernar.
El técnico me explicó que la única utilidad restante de esa notebook era como pieza arqueológica. Pero no me permitía dejarla allí mismo; la tiré en el contenedor de la esquina. No había caminado dos cuadras tras deshacerme de mi antigua compañera, cuando topé con un restaurant chino. No solamente la hora, también el libro, me invitaban a pasar. Estaba en las últimas cien páginas, y Kissinger, luego de sus primeras reuniones constructivas con Le Duc Tho, continuaba el diálogo con Xuan Thuy, en octubre de 1972, para llegar a lo que sería el acuerdo final de paz entre Vietnam del Norte y USA. Es cierto que este era un restaurant chino, y no un sofisticado vietnamita de Palermo Soho, pero yo pertenecía a una clase media acostumbrada a los vaivenes del rickshaw, de modo que entré bajo el techo pagoda como si fuera Hanoi, Saigón, o París (donde se llevaron a cabo las conversaciones finales). Era tenedor libre y mezclé chau fan con una tira de entraña. No estaba mal. Era el único comensal. En una mesa en diagonal a la mía, pegada al mostrador, jugaban al Mahjong cuatro ancianos orientales. Poco a poco el restaurant se fue llenando de hombres en ropa de fajina, oficinistas, operarios. Terminé de comer pero me quedé un rato más para cerrar la lectura de un capítulo. Entonces me sonó el celular. El bullicio me hacía imposible escuchar. Con un gesto al mozo, de que ya regresaba, dejé sobre la mesa el dinero suficiente como para que no desconfiaran y salí a atender la llamada. Cuando regresé, faltaban el dinero y el libro. Aunque algo molesto porque hubieran dispuesto de mi mesa, me incliné por la comprensión. Acepté la desaparición del billete en función de la cuenta y una propina, si bien generosa. Pero me dirigí raudo a la caja en busca del libro. La cajera china no hablaba una palabra de español, y agitó la mano como espantándome. Le pregunté al mozo, occidental. No sabía nada. Miré a mi alrededor. Ninguno de los presentes me resultaba falible de interesarse por un tercio de las memorias de Kissinger, ni siquiera por el libro completo. No podía creer que me lo hubieran sustraído.
Pasé la siguiente semana sumido en la melancolía. No encontraba el libro por las mesas de saldos. Le había dejado mi teléfono al mozo… Pero, aún si el libro no hubiera sido arrojado a la basura, ¿quién podría llamarme para devolverlo? Cuando lo di por perdido, me llamaron. Era una voz con acento extranjero. Resultó ser un coreano que vivía a dos cuadras del restaurant. Me hizo pasar a su casa, en un ph, sin temor. Era uno de los ancianos que jugaban al Mahjong en el restaurant vacío.
–Pensé que lo había abandonado –dijo, refiriéndose al libro–. Recién ayer pasé de nuevo por el restaurant.
– ¿Y qué interés podía tener usted por este libro descuajeringado? –pregunté.
Su rostro respingó, en una mezcla de sonrisa y perspicacia.
–Yo estuve en la Guerra de Vietnam –me informó–.
El asombro me dejó mudo.
–Cincuenta mil coreanos del sur –siguió–, peleamos del lado de Saigón.
Me pareció ofensivo preguntarle si deseaba alguna recompensa, o si podía hacer algo por él. Pero estaba por retirarme cuando una computadora me llamó la atención. Le pedí permiso y me acerqué. No cabía duda: era mi vieja notebook.
– ¿Dónde consiguió esta máquina? –pregunté.
–Alguien la arrojó a la basura –respondió–. La arreglé yo. Es una máquina estupenda. Ya no hacen de estas.
Me retiré, finalmente, en silencio. Un nuevo tratado de paz se había sellado entre los altos poderes y mi persona. Me habían quitado una notebook útil, pero devuelto el último capítulo del libro que estaba leyendo. No era un trato perfecto, y posiblemente hubiera perdido mucho dinero en el camino. Pero era un trato posible. Era el tratado de Flores.
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