Tarde de lecturas, (2008) xilografía de Marinés Tapia Vera, 1er premio de Grabado del LIII Salón de Artes Plásticas Manuel Belgrano

El rastreador

El rastreador recorre bibliotecas concretas y virtuales buscando esos textos que alguna vez tenemos que leer.

martes, 20 de diciembre de 2011

Defensa de los argentinos

A partir de unas pocas pendejadas los argentinos han logrado inventarse una cultura y vendérsela al mundo. Si uno las cuenta bien no pasan de cuatro o cinco: un tipo con anacrónico sombrero y cara de dolor de estómago que canta el tango; un campesino enorme y bigotudo que toma mate en la pampa sin quitarse los calzados de piel de dinosaurio; un futbolista mañoso; un poeta que deja caer versos extraños; una primera dama cursi y ambiciosa. Con muchos más elementos y una historia milenaria Bélgica no ha logrado que el mundo la conozca. A Argentina, en cambio, ya le han hecho óperas y hasta guerras. A Bélgica sólo la conocen los del barrio, unos países que nadie es capaz de situar en el mapa y que responden a nombres con L, como Liechtenstein y Luxemburgo

sábado, 17 de diciembre de 2011

Educar

Educar es lo mismo
que poner un motor a una barca,
hay que medir, pensar, equilibrar,
y poner todo en marcha.

Pero para eso,
uno tiene que llevar en el alma
un poco de marino,
un poco de pirata,
un poco de poeta,
y un kilo y medio de paciencia concentrada.

Pero es consolador soñar,
mientras uno trabaja,
que esa barca, ese niño
irá muy lejos por el agua.

Soñar que ese navío
llevará nuestra carga de palabras
hacia puertos distantes, hacia islas lejanas.

Soñar que cuando un día
esté durmiendo nuestro propio barco,
en barcos nuevos seguirá nuestra bandera enarbolada.

lunes, 31 de octubre de 2011

Cáncer

Flamea la bandera,
llueve sobre la tierra,
es el castigo de un Dios aparentemente real
que nos deja igual que a los ciegos,
ahogados, irisados como lo abstracto,
a lo que le buscas un sentido que no tiene
como un explorador del Trópico,
como Miller en el follaje de la vida
comiendo plátanos, duraznos, menta,
atónito frente al sabor agridulce de la dulzura,
bendito, cruel, sanguinario,
con la pobrísima posibilidad de morir envejecido,
o con sífilis,
o CÁNCER,
eterno cangrejo anidado en lo recóndito de tu cerebro,
consumiéndote hasta el cric-crac final,
y tu mente se vuelve insana,
el séptimo sol se oscurece,
tu alma se cuece en la oscuridad,
te erguís, orgulloso,
sin aliento.
Jugosa muerte,
petrificada en un instante eterno…

lunes, 10 de octubre de 2011

De la comida casera

—No es tan complicado —había dicho Álvarez— no es tan complicado. Tiene sus bemoles, pero no es tan complicado.
—Por lo que he visto —aventuró Gentile— es casi un rito ¿no? una ceremonia...
Álvarez había encendido un Willem Segundo, un cigarro agrio, picante, y se tomó su tiempo para contestar.
—Toda comida es un poco ritual, Gentile, eso desde tiempos inmemoriales, hay en todo un poco de protocolo, incluso de misterio. Más que nada en comidas de este tipo, poco usuales, al menos en nuestro país...
— ¿Qué procedencia tiene ésta, de qué cocina es, francesa? —preguntó entonces Martini, adelantando el mentón hacia el plato, ya vacío.
—No, no puede decirse que sea francesa, aunque yo lo he comido, y muy bien hecho, en Francia, para ser más exacto en el Mediodía francés, pero creo, creo, no se lo puedo asegurar, que es de procedencia nórdica, tal vez dinamarquesa...
— ¿En la receta no dice...?
—Sabe lo que ocurre, Gentile, la receta original yo nunca la leí, ésta era una comida que hacía mi padre que a su vez la aprendió de mi abuelo y así sucesivamente, yo ya me la sé de memoria de tanto repetirla.
Por un momento el silencio se vio enriquecido por el aroma penetrante del cigarrillo de Álvarez. Martini pareció salir de su sopor, alimentado tal vez por la dulce bruma del vino blanco generosamente trasegado.
— ¿Cocina a menudo este plato?
—No... no... —Calculó el anfitrión— no mucho. Primero que no conviene reiterarlo seguido y segundo que, aunque se quisiera, no es fácil conseguir las ancianas.
—Ésa es una pregunta que quería formularle —terció Gentile— ¿Dónde las consigue...? si no es una infidencia...
Álvarez sonrió apenas mirando el mantel.
No... no es una infidencia, les diré, o bien, se los digo porque ustedes son de mi entera confianza, de no ser así no los hubiera invitado esta noche —aclaró— pero ustedes saben cómo somos los devotos de la buena cocina... un tanto celosos de nuestros secretos y una gran difusión de este detalle haría que el día de mañana mis colegas y ¿por qué no? competidores, tengan acceso a la misma fuente.
Nuevamente el silencio se depositó sobre la mesa, en tanto el criado retiraba los platos con celeridad y cautela profesional, sin un choque de cristales, sin un solo sonido disonante, con la certera delicadeza de un gato caminando por una estantería atiborrada de porcelanas.
—Las ancianas se consiguen en los asilos... —retomó Álvarez la conversación— no en todos lógicamente, no en todos. Es más, sólo puedo dar fe de uno, del que yo me proveo, pero supongo que hay otros que también lo hacen. Me contaban de uno de Misiones, sobre el cual no tengo seguridad, pero además me decían que no era conveniente porque era un asilo de tercera o cuarta categoría...
— ¿Y eso influye...?
—Lógicamente influye, influye. Influye a tal punto que ha habido casos de ancianas que ya compradas hubo que tirarlas, casi siempre debido a la mala alimentación que reciben en esos lugares. Claro, son asilos para gente pobre, con escasos recursos, y la alimentación por lo tanto es magra y poco estudiada. Por otra parte, las ancianas que llegan ahí, han sido casi siempre personal de servicio, gente de carne endurecida, fibrosa, maltratada por los trabajos domésticos, una carne similar a la del venado, para serles más preciso...
— ¿Y ese riesgo no se corre en donde usted se provee?
—Se corre pero en una mínima proporción —especificó Álvarez—, claro que el nuestro es un caso bastante particular, ya que el director del asilo es amigo personal mío y también un maniático de la buena mesa, entonces el trato y la elección son más cuidadosos...
—¿Cómo se llega a eso...? Perdóneme que le pregunte tanto —se disculpó Martini— pero el asunto me apasiona.
—Bien, yo voy todos los meses al asilo y de paso que saludo a este amigo mío, él me muestra a las ancianas. Conviene estudiarlas sin que ellas se den cuenta. Cuando salen al jardín, por ejemplo, solemos contemplarlas desde la ventana del directorio. Una anciana de estilo, de raza como se les dice, se reconoce al caminar.
—No me diga —Martini había suspendido el grácil y repetido movimiento de la copa hasta su boca.
—Así es... al caminar... el paso de una anciana denuncia un pasado duro o placentero, de trabajo u holganza, y eso es importante por lo que le comentaba antes. Elegidas las más convenientes, este amigo mío, un caballero en toda la palabra, me muestra la ficha médica, donde uno se asegura que la anciana no ha sufrido ni sufre enfermedades contagiosas o epidémicas.
—Y aun así, aun teniendo la seguridad de que estén totalmente sanas se recomienda hervirlas 24 horas antes de prepararlas.
—No se apresure, Gentile, aún hay otra etapa que le comento para que advierta lo meticuloso del proceso. Cuando hay conformidad sobre la anciana elegida, ésta recién será entregada un mes después, y durante estos treinta días se le dará alimentación especial en el mismo asilo. Lógicamente hay que pagar un plus, que no es muy oneroso de todos modos.

— ¿Y en qué consiste esa alimentación?
—Nada novedoso ni especial, nueces, mucha leche, alcaparras, nada de frituras, bastante fruta, y en algunos casos, como en el de hoy, abundante cebolla silvestre, que es la que sedimenta ese regusto un tanto imperante, un poco salvaje que usted justamente me dijo notar en la comida...
— ¿Luego se la sacrifica?
—Luego se la sacrifica...
— ¿De eso se ocupa usted, Álvarez? —ahondó dubitativo Gentile.
—No, ése es un capítulo desagradable, quizás molesto, del que se ocupa mi criado, lo hace de buen grado y lo hace bien...
—Supongo que yo no podría hacerlo... —admitió Martini débilmente.
—Bueno... son pautas culturales...
—No sólo eso, sino que me resta apetito preparar yo mismo mis comidas...
—Ése es un detalle —sentenció Álvarez— que un buen gourmet debe superar. Por otra parte, no tiene otra alternativa.
—Entiendo, entiendo —reconoció Martini.
—Donde yo intervengo activamente es en el sazonado y posterior cocción, ahí sí, debo reconocer que esa fase me apasiona. Ahí se debe medir con cuidado los depósitos de apio semicocido, los pepinillos cortados en lonjitas, las hojas de estragón, no muchas, y decidir sobre la marcha la inclusión de tocino, anchoas y hasta si es necesario nabo y chuño desleído en agua. Un muslo tratado así por ejemplo, es delicioso, y una mano, ni qué decir...
—En resumen... —pareció sintetizar Martini mientras recibía un pocillo de aromático café turco de manos del criado— toda una artesanía, una religión casi...
—Usted lo ha dicho, usted lo ha dicho...
—Le confieso —se sinceró Gentile tras el primer sorbo de café— que cuando usted me invitó tenía una cierta resistencia a este plato... me explico... no piense que dudaba de su capacidad como gourmet...
—No, en absoluto, lo comprendo —lo tranquilizó Álvarez.
—Una resistencia al plato en sí... ¿Me entiende?
—Por supuesto, hombre, es humano...
—Posiblemente por cómo ha sido educado uno...
—Exacto, Gentile, exacto. Son pautas culturales, pautas culturales, Gentile

jueves, 1 de septiembre de 2011

El condenado (con un dibujo de Luis Scafati)

Como siempre, lo traga la tumba

provisoria del subterráneo. Por el momento

habrá algo allá abajo y la escalera

desciende, húmeda, cada mañana otoñal.

En la hora en que la vida

ofrece un orden represivo

contra este orden represivo

contra este empleado del planeta: un soldado desconocido

a quien uno de los señores de Kafka

espera detrás de una puerta

relucientes los caminos en el rostro afeitado.

Ahora desciende, ignora su propia condena

y ha renunciado a conocer al juez

muriendo antes de morir.

jueves, 25 de agosto de 2011

La carta

San Juan, puerto Rico
8 de marso de 1947

Qerida bieja:

Como yo le desia antes de venirme, aqui las cosas me van vién. Desde que llegé enseguida incontré trabajo. Me pagan 8 pesos la semana y con eso bivo como don Pepe el alministradol de la central allá.

La ropa aqella que quedé de mandale, no la he podido compral pues quiero buscarla en una de las tiendas mejores. Digale a Petra que cuando valla por casa le boy a llevar un regalito al nene de ella.

Boy a ver si me saco un retrato un dia de estos para mandálselo a uste.

El otro dia vi a Felo el ijo de la comai María. El está travajando pero gana menos que yo.

Bueno recueldese de escrivirme y contarme todo lo que pasa por alla.

Su ijo que la qiere y le pide la bendision.

Juan

Después de firmar, dobló cuidadosamente el papel ajado y lleno de borrones y se lo guardó en el bolsillo de la camisa. Caminó hasta la estación de correos más próxima, y al llegar se echó la gorra raída sobre la frente y se acuclilló en el umbral de una de las puertas. Dobló la mano izquierda, fingiéndose manco, y extendió la derecha con la palma hacia arriba.

Cuando reunió los cuatro centavos necesarios, compró el sobre y el sello y despachó la carta.

martes, 9 de agosto de 2011

Justicia

Le tocó hablar al hombre. Dio tres pasos y, apoyándose en el escritorio, comenzó:
- Señor Juez: he hecho cuanto he podido. He luchado, he trabajado, he triunfado. La casita es nuestra. Los chicos van a un colegio de curas. Ayer nomás he comprado el lavarropas. Tengo en el banco...
El Juez lo interrumpió:
- ¿Y la cama?
- ¿Qué cama?
- ¡Basta!¡Secretario! El divorcio está concedido.

jueves, 28 de julio de 2011

Rusia

La trinchera avanzada

es en la estepa

un barco al abordaje

Con gallardetes de hurras

Melodías en los ojos.

Bajo banderas de silencio

pasa la muchedumbre

y el sol crucificado en el poniente

Se pluraliza en la vocinglería

de las torres del Kremlin.

El mar vendrá nadando

a esos ejércitos

Que envolverán sus torsos

En todas las praderas del naciente

En el cuerno salvaje de un arcoirís

Clamaremos su gesta

Bayonetas

Que llevan en la punta las mañanas.


viernes, 22 de julio de 2011

Sueño del exiliado

Ha vuelto a casa. Después de más de diez años de vivir transterrado como un potus, se acabó la dictadura y las calles están sobradas de sonrisas y de cantos, de banderas, muchachas hermosas y carcajeantes chicos que festejan la caída del Tirano. Ahora sí, lo que pareció un sueño durante una larga década, se hace realidad y él vuelve a casa como un guerrero exhausto pero cubierto de gloria, y lo reciben la familia y los amigos, que esa misma, primera noche, organizan una cena bien regada con vinos del país a la que asiste, para su sorpresa, el amigo más querido de la infancia, y yo que te creía muerto, le dice, todos estos años pensando que te habían secuestrado, imaginando tormentos y el asesinato más cobarde, venga ese abrazo, y el abrazo viene y se estrechan como viejos camaradas, como amantes a los que la vida separó. Y él come y bebe y canta, con todos canta y bebe y come, y es una fiesta que por supuesto, claramente quisiera que no termine jamás, ha llorado tanto, ha sufrido tanto la lejanía, y el destierro le ha quitado tanto ánimo que, les dice a todos, a la hora del discurso, me ha quitado tanto ánimo que mañana tendré que recorrer la ciudad calle por calle y manzana por manzana para recuperar el pasado y recargar las baterías agotadas, para recordarme en el paisaje urbano como un gorrión que vuelve, que necesita posarse en las mismas, viejas ramas de los mismos, viejos lapachos. Y en medio del aplauso de bienvenida y de la emoción que lo gobierna y que lo ha ido descontrolando poco a poco a lo largo de esa jornada memorable, de pronto alguien le dice que lo llaman a la puerta y él gira y va y se encuentra con la muchacha que amaba cuando debió partir, cuando la triple tragedia que fue la dictadura y tener que dejar a esa joven a la que amaba y amó siempre, y enterarse después que estaba desaparecida, esa palabra maldita de macabros significados. Ella está ahí ahora, joven y espléndida, refulgente como en todos sus sueños y recuerdos, y le sonríe y le dice yo tampoco estoy muerta, la dictadura ha caído y mañana sale el sol, te lo prometo, y todos cantan y bailan alrededor de ellos y él, de súbito, se da cuenta de que algo falla, hay como una velocidad en el baile, un vértigo irrefrenable en todo lo que acontece. Entonces advierte, de súbito, que vive una situación ya conocida y dice, para sí mismo y en voz muy queda, que quizás todo sea un sueño, otro sueño, otro maldito sueño del que es probable que vaya a despertarse justo cuando empiece a creer que, de veras, está en la ciudad y la casa de su infancia. Y ése es el momento —recuerda de pronto porque de pronto recuerda que ya ha soñado todo eso—, ése es el condenado momento en que le toca despertarse. Y en efecto, despierta.

martes, 5 de julio de 2011

El escolar perezoso

Dice no con la cabeza
pero dice sí con el corazón
dice sí a lo que quiere
dice no al profesor
está de pie
lo interrogan
le plantean todos los problemas
de pronto estalla en carcajadas
y borra todo
los números y las palabras
los datos y los nombres
las frases y las trampas
y sin cuidarse de la furia del maestro
ni de los gritos de los niños prodigios
con tizas de todos los colores
sobre el pizarrón del infortunio
dibuja el rostro de la felicidad.

domingo, 19 de junio de 2011

El moscardón

Un pequeño kamikaze
golpea la ventana tratando de entrar.
Posiblemente el frío matinal
lo despertó de la juerga calurosa
de la noche -nosotros mismos
tuvimos que cerrar las ventanas
y correr a taparnos por el temporal-
y ahora (un poco más punk
que el albatros de Baudelaire)
renuncia, aturdido,
a su inasible elegancia.

sábado, 28 de mayo de 2011

La revolución es un sueño eterno (fragmento)

¿Qué juré yo, y a quien, ese 25 de mayo oscuro y ventoso, de rodillas, la mano derecha sobre el hombro de Saavedra?

¿Juré, ese día oscuro y ventoso, que galoparía desde Buenos Aires hasta una serranía cordobesa, al frente de una partida de hombres furiosos y callados, y que desmontaría, cubierto de polvo, esa mañana helada como el infierno, con el intolerable presentimiento de que habíamos irrumpido, demasiado temprano, en el escenario de la historia, y miraría, sin embargo, a Liniers, envueltos él y yo en una niebla helada como el infierno, y le escucharía, de pie, arrogante, reír e insultarme, y escucharía, en una niebla helada como el infierno, a los hombres que me acompañaron desde Buenos Aires, furiosos y callados, amartillar sus fusiles, y me vería a mí mismo, cubierto de polvo en una niebla helada como el infierno, encender un cigarro, decir dénles aguardiente, y dar la espalda a Liniers que, de pie, arrogante, se reía y me insultaba, e insultaba a los que, con él, se alzaron contra la Revolución, y que en

esa mañana helada como el infierno, suplicaban, babeándose, moqueando, volteando lo que no tenían en las tripas, que no los mataran?

¿Juré que no vería, furioso y callado, yo, a quien se llamó el orador de la revolución, a las partidas de perros negros, que devoran a los indios que escapan de las minas de oro, de sal, de plata; juré que no escucharía el murmullo que viene de las minas de oro, de sal, de plata, de las cocinas y galerías de los señores del Norte, ese murmullo opaco y fascinado que se desprende de bocas raídas por una vejez prematura, de una carne expiatoria y condenada al

saqueo y al infinito silencio de Dios, y que dibuja el aullido del perro negro, como se dibujan los mitos, y detrás, tenaz e inaccesible como los mitos, al patrón de la bestia y del infinito silencio de Dios, y también la carne sacrificada, rasgada, herida, por los colmillos insaciables; juré que yo no vería, yo que tuve un corazón docilísimo, los potros del tormento, y los caballos despanzurradores, y a las damas que, de pie en altos balcones de ciudades de piedra, tomaban chocolate en cónicas tazas de plata, y apreciaban la hermosa musculatura de los caballos despanzurradores, a cuyas cinchas, monturas, estribos, estaban atadas las manos y los tobillos de subversivos del orden público, según escribió José Manuel Goyeneche, sudamericano, grande de España, y que morirá en olor de santidad, para que los patrones de los perros negros no olviden, jamás, la filiación de los que se sublevan contra el saqueo?

¿Juré yo, de rodillas, la mano derecha en el hombro derecho de Saavedra, que no vería las partidas de perros negros, los potros del tormento, el acabado perfecto de la musculatura de los caballos despanzurradores, y que si mis ojos llegaban a ver las partidas de perros negros, los potros del tormento, el acabado perfecto de la musculatura de los caballos despanzurradores, mi corazón, que fue docilísimo, con la misma levedad que los filósofos provincianos exponen la inconsistencia del mundo, borraría, de los ojos que vieron, a la partida de perros negros, los potros del tormento, el acabado perfecto de la musculatura de los caballos despanzurradores, y la apreciación, por las damas –madres, esposas, hijas, hermanas, mantenidas, de los dueños de los perros negros–, del acabado perfecto de la musculatura de los caballos despanzurradores, mientras tomaban chocolate, de pie en altos balcones de piedra, apreciación que incluía el rápido, cada vez más rápido, cada vez más rápido paso de los caballos despanzurradores, de cabezas finas, uno hacia el Norte, uno hacia el Sur, uno hacia el Este, uno hacia el Oeste, llevándose, cada caballo despanzurrador, de cabeza fina, ojos desorbitados y lomo sudoroso, uno hacia el Norte, uno hacia el Sur, uno hacia el Este, uno hacia el Oeste, un pedazo de hueso y carne del subversivo del orden público atado a la cincha, la montura, el estribo?

¿Juré, en un día oscuro y ventoso de mayo que, al igual que Vieytes y Ocampo, según leí en una carta de Moreno, que respetaron los galones de los dueños de los perros negros, cagándose en las estrechísimas órdenes de la Junta, me cagaría, yo, enviado de la Junta en el ejército del Alto Perú, en las estrechísimas órdenes de la Junta, y predicaría la reconciliación con los dueños de los perros negros, o juré que, absorto, poseído, me tocaría los ojos, la boca, las mejillas, como un actor que, en el escenario, va más lejos de lo que representa, más lejos que su propia sombra, y absorto, poseído, furioso y callado, firmaría la orden de muerte para el mariscal Nieto, para el gobernador Sanz, para el capitán de marina José de la Córdova, para todos esos ondeadores de banderas negras y calaveras y tibias en las banderas negras?

¿Juré, de rodillas en la sala capitular del Cabildo, que no iría más lejos que mi propia sombra, que nunca diría ellos o nosotros?

Juré que la Revolución no sería un té servido a las cinco de la tarde.

lunes, 16 de mayo de 2011

Lemmings

—¿De dónde vienen? —preguntó Reordon.

—De todas partes —replicó Carmack.

Ambos hombres permanecían junto a la carretera de la costa, y, hasta donde alcanzaban sus miradas, no podían ver más que coches. Miles de automóviles se encontraban embotellados, costado contra costado y paragolpe contra paragolpe. La carretera formaba una sólida masa con ellos.

—Ahí vienen unos cuantos más —señaló Carmack.

Los dos policías miraron a la multitud que caminaba hacia la playa. Muchos charlaban y reían. Algunos permanecían silenciosos y serios. Pero todos iban hacia la playa.

—No lo comprendo —dijo Reordon, meneando la cabeza. En aquella semana debía de ser la centésima vez que hacía el mismo comentario—. No puedo comprenderlo.

Carmack se encogió de hombros.

—No pienses en ello. Ocurre. Eso es todo.

—¡Pero es una locura!

—Sí, pero ahí van —replicó Carmack.

Mientras los dos policías observaban, el gentío atravesó las grises arenas de la playa y comenzó a adentrarse en las aguas del mar. Algunos empezaron a nadar. La mayor parte no pudo, ya que sus ropas se lo impidieron. Carmack observó a una joven que luchaba con las olas y que se hundió al fin a causa de su abrigo de pieles.

Pocos minutos más tarde todos habían desaparecido. Los dos policías observaron el punto en que la gente se había metido en el agua.

—¿Durante cuánto tiempo seguirá esto? —preguntó Reordon.

—Hasta que todos se hayan ido, supongo —replicó Carmack.

—Pero..., ¿por qué?

—¿Nunca has leído nada acerca de los Lemmings?

—No.

—Son unos roedores que viven en los Países Escandinavos. Se multiplican incesantemente hasta que acaban con toda su reserva de comida. Entonces comienzan una migración a lo largo del territorio, arrasando cuanto se encuentran a su paso. Al llegar al océano, siguen su marcha. Nadan hasta agotar sus energías. Y son millones y millones.

—¿Y crees que eso es lo que ocurre ahora?

—Es posible —replicó Carmack.

—¡Las personas no son roedores! —gritó Reordon, airado.

Carmack no respondió. Permanecieron esperando al borde de la carretera, pero no llegó nadie más.

—¿Dónde están? —preguntó Reordon.

—Tal vez se hayan ido.

—¿Todos?

—Esto viene ocurriendo desde hace más de una semana. Es posible que la gente se haya dirigido al mar desde todas partes. Y también están los lagos. Reordon se estremeció. Volvió a repetir:

—Todos...

—No lo sé; pero hasta ahora no habían cesado de venir.

—¡Dios mío...! —murmuró Reordon.

Carmack sacó un cigarrillo y lo encendió.

—Bueno —dijo—. Y ahora, ¿qué?

Reordon suspiró:

—¿Nosotros?

—Ve tú primero —replicó Carmack—. Yo esperaré un poco, por si aparece alguien más.

—De acuerdo —Reordon extendió su mano—. Adiós, Carmack —dijo.

Los dos hombres cambiaron un apretón de manos.

—Adiós, Reordon —se despidió Carmack.

Y permaneció fumando su cigarrillo mientras observaba cómo su amigo cruzaba la gris arena de la playa y se metía en el agua hasta que ésta le cubrió la cabeza. Antes de desaparecer, Reordon nadó unas docenas de metros.

Tras unos momentos, Carmack apagó su cigarrillo y echó un vistazo a su alrededor. Luego él también se metió en el agua.

A lo largo de la costa se alineaban un millón de coches vacíos.

miércoles, 6 de abril de 2011

Boxeador

Sonó el gong y Kid salió al centro del ring con los brazos extendidos para saludar al adversario. Tenía que ganar, y si por knock out mejor. Lanzó frenético su demoledor jab de izquierda, eludió un cross del contrario. Entró en un rudo cuerpo a cuerpo. Se sentía muy fuerte, capaz de poder combatir no diez sino hasta veinte asaltos. Lanzó un poderoso gancho de derecha. Volvió a golpear con ambas manos el rostro del rival. Lo vio sangrar copiosamente. Caer a la lona. El árbitro inició la cuenta. El saltaba de felicidad. Levantaba los brazos. Aullaba de contento. Lo sujetaron dos enfermeros. Se lo llevaron a rastras

lunes, 4 de abril de 2011

Momentos felices

Cuando llueve, y reviso mis papeles, y acabo
tirando todo al fuego: poemas incompletos,
pagarés no pagados, cartas de amigos muertos,
fotografías, besos guardados en un libro,
renuncio al peso muerto de mi terco pasado,
soy fúlgido, engrandezco justo en cuanto me niego,
y así atizo las llamas, y salto la fogata,
y apenas si comprendo lo que al hacerlo siento,
¿no es la felicidad lo que me exalta?

Cuando salgo a la calle silbando alegremente
--el pitillo en los labios, el alma disponible--
y les hablo a los niños o me voy con las nubes,
mayo apunta y la brisa lo va todo ensanchando,
las muchachas estrenan sus escotes, sus brazos
desnudos y morenos, sus ojos asombrados,
y ríen ni ellas saben por qué sobreabundando,
salpican de alegría que así tiembla reciente,
¿no es la felicidad lo que siente?

Cuando llega un amigo, la casa está vacía,
pero mi amada saca jamón, anchoas, queso,
aceitunas, percebes, dos botellas de blanco,
y yo asisto al milagro --sé que todo es fiado--,
y no quiero pensar si podremos pagarlo;
y cuando sin medida bebemos y charlamos,
y el amigo es dichoso, cree que somos dichosos,
y lo somos quizá burlando así a la muerte,
¿no es felicidad lo que trasciende?

Cuando me he despertado, permanezco tendido
con el balcón abierto. Y amanece: las aves
trinan su algarabía pagana lindamente:
y debo levantarme, pero no me levanto;
y veo, boca arriba, reflejada en el techo
la ondulación del mar y el iris de su nácar,
y sigo allí tendido, y nada importa nada,
¿no aniquilo así el tiempo? ¿No me salvo del miedo?
¿No es felicidad lo que amanece?

Cuando voy al mercado, miro los abridores
y, apretando los dientes, las redondas cerezas,
los higos rezumantes, las ciruelas caídas
del árbol de la vida, con pecado sin duda
pues que tanto me tientan. Y pregunto su precio,
regateo, consigo por fin una rebaja,
mas terminado el juego, pago el doble y es poco,
y abre la vendedora sus ojos asombrados,
¿no es la felicidad lo que allí brota?

Cuando puedo decir: el día ha terminado.
Y con el día digo su trajín, su comercio,
la busca del dinero, la lucha de los muertos.
Y cuando así cansado, manchado, llego a casa,
me siento en la penumbra y enchufo el tocadiscos,
y acuden Kachaturian, o Mozart, o Vivaldi,
y la música reina, vuelvo a sentirme limpio,
sencillamente limpio y, pese a todo, indemne,
¿no es la felicidad lo que me envuelve?

Cuando tras dar mil vueltas a mis preocupaciones,
me acuerdo de un amigo, voy a verle, me dice:
"Estaba justamente pensando en ir a verte."
Y hablamos largamente, no de mis sinsabores,
pues él, aunque quisiera, no podría ayudarme,
sino de cómo van las cosas en Jordania,
de un libro de Neruda, de su sastre, del viento,
y al marcharme me siento consolado y tranquilo,
¿no es la felicidad lo que me vence?

Abrir nuestras ventanas; sentir el aire nuevo;
pasar por un camino que huele a madreselvas;
beber con un amigo; charlar o bien callarse;
sentir que el sentimiento de los otros es nuestro;
mirarse en unos ojos que nos miran sin mancha,
¿no es esto ser feliz pese a la muerte?
Vencido y traicionado, ver casi con cinismo
que no pueden quitarme nada más y que aún vivo,
¿no es la felicidad que no se vende?

jueves, 31 de marzo de 2011

Todos asistimos a este deporte

Yo corría con mi primo mientras los padres y, la abuela y el abuelo charlaban con los demás. Parábamos de inmediato si alguno se asomaba. Parecíamos mejores personas cuando estábamos entre primos. Yo no acostumbraba una buena con­ducta en los días verdaderos, que no eran esos. Mi primo tampoco y tenía la misma mirada. Podríamos haber sido cómplices de no haber nacido parientes.

La abuela cocinaba algo y el abuelo otra cosa. Yo seguía corriendo. Creo que estaban todos borrachos, pero yo quería correr. Un adulto pedía, de repente, que no corriésemos. Chocamos con la abuela. La abuela le reclamaba, entonces, a otro adulto, creo que a mis padres, que hicieran algo. Ese es el primer recuerdo que tengo de una tarde en lo de la abuela.

Es domingo y tengo fiebre de aburrimiento. Es­tán los abuelos en casa. El abuelo parece demasiado viejo. La abuela charla con mis padres. Hay algún tío dando vueltas. Todo me repugna. Es cuando un chico se pregunta cuánto falta para ser adulto y así salir corriendo enajenadamente hacia ninguna par­te. Siempre están ocupados y hablan de obligacio­nes. Hablan. Todo el tiempo hablan. Yo, igual, tengo que hacer la tarea de matemática. El aburrimiento lleva a las personas a ser lo que son y lo que vemos y lo que vivimos en las esquinas.

La tarea. Como soy un vago, como no me cie­rran los números por ningún lado, la hago en dos patadas torpes de cinturón blanco. Me acerco a mi abuelo, viejo y quieto, y le pregunto, ejercicio tras ejercicio, hoja tras hoja, si los hice bien. Mira uno: sí, Maxi, los hiciste bien. Mira otro: sí, también. To­dos bien. Todos. Mi abuela interviene.

-¿Qué hacés, Maxi?

-Hago la tarea con el abuelo.

Me agarra del brazo y me lleva a otro lado. Me sienta. Se sienta. Me saca las hojas cuadriculadas. Las mira. Aprieta el labio. Tiene que pensar en los ejerci­cios de matemática y en algo, también, más triste.

-¿Qué pasa, abuela?

Me chista. Me asusto. Termina de leer. -Está todo mal, Maxi. Hacelo de vuelta.

-Pero el abuelo...

-El abuelo no fue al colegio, nene. Vos sí, así que prestá atención.

Se va con los adultos. Con sus obligaciones y sus pesadillas. Pero la idea de que una persona no haya ido nunca al colegio me abre un espacio de oscuri­dad severamente extraño.

En la adolescencia -por sucesos de todos contra todos- tengo que quedarme a dormir en lo de la abuela durante unos días. El abuelo murió un tiem­po atrás. Yo fumo, como toda mi familia. A la noche, tarde, saco mi cuaderno rayado en el que escribo esas cosas. A veces unas son mejores que otras, pero todavía no salen de irrisorias. Se levanta mi abuela. Supone que ya tengo que estar dormido. Ella no sa­be que hace rato que no duermo por la noche.

-¿Qué hacés con la luz prendida?

-Escribo un rato.

-¿Qué escribís?

-Historias.

Entonces se restriega los ojos, se da la vuelta y murmulla algo. Se porta conmigo como con los adultos y me gusta. Pasan unos días y ya estoy de vuelta en casa.

Después hubo historias de encierros, más vicios, más peleas, silencios prolongados en mi casa. Más de lo mismo con nuevos tonos y viejas miradas. El tiempo pasaba y lo que era una forma de vida ya era la vida misma. Sí cambió mi escritura. Pasé de una espeluznante en cuadernos a una espeluznante en la computadora. Tuve unas novias. Salí de noche. Conocí gente. Estudié algunas cosas. Pasaron las tardes en los lugares. Las noches escribiendo. Las discusiones con las novias. Ninguna quería que es­cribiese, por eso seguí haciéndolo. Cosas de cada quien. Nada fuera de lo normal. Un par de vidas cruzadas por un rato.

Una noche de Navidad. Estamos en la mesa con mi hermano, mis padres, mi tío Horacio -el del au­to antiguo que presta para casamientos y que es la razón de su vida-, con mi tía -rubia y conversadora, siempre, a veces más rubia- y mi abuela. A sus noventa y seis pasa, después de más de quince, una fecha con nosotros.

Comimos. Entremesa. Ella no habla. Ya está de­mente. Hace ruidos y suelta palabras sin sentido. No quiero mirarla a los ojos, no sé por qué. Respiro profundo. No quiero pensar demasiado. Algo me pica adentro. Apenas levanto la mirada, lo primero que aparece en mi cabeza es la idea de que por fin tengo que dejar de fumar. Días después, empiezo a intentarlo. Lo logro. Esa es buena. Aunque no escri­bo una sola palabra. No importa. Mejor tener más tiempo entre la raza para mirarla por la ventana y ver cómo se arrastra y choca y balbucea.

Así que mamá y papá brindan con mis tíos. Al rato, brindan entre ellos, papá y mamá. Los tíos sus­piran y hablan de rock and roll.

Estoy pensando en salir a fumar un cigarrillo y mirar la calle vacía cuando mi abuela extiende su brazo y me toca la mano. Me asusto como quien siente que le agarran el pie por la noche.

-¿Y, Maxi? -me dice.

-Abuela... ¿qué?

-¿Ya te recibiste de escritor?

La miro. Pasmado. Quiero creer que alguien escucha lo que la abuela me pregunta, pero no.

--Más o menos, abu. Más o menos.

-Esa es una respuesta, Maxi -me dice.

Y vuelve a colocarse en la posición en la que estu­vo todo el día, sentada con las manos sobre su falda, tan vieja, tan al límite y con los ojos en el borde de la mesa, completamente obnubilada. Entonces se me escapa un pedazo de llanto porque tengo que saber lo que pasa por la cabeza de una persona que todavía tiene idea de que carga noventa y seis años, que está pegada al brazo de la muerte y que entre los dos ven lo que pasa en la vida de la gente: aburrida, estúpida, pretenciosa y barata.

Un rato dura la reunión como reunión hasta que se transforma en campo de batalla. Después, a dor­mir. Pienso un rato en los demás. Los petardos. Los corchos. Todo eso, por todos lados. Todos asistimos a este deporte.

Días después, se nos fue. Recién cumplidos los noventa y siete. Si no estudié Letras fue porque sa­bía que el título de escritor se encontraba por otro lado. Lo que no sabía era dónde, hasta entonces. No tuve una educación formal, pero sí encontré que las evaluaciones de cómo, cuándo y por qué seguir escribiendo y si el que escribe es un escri­ba o un escritor aparecen validadas en momentos tremendamente personales, y uno solo tiene que capacitarse para ver cuál es ese instante, para tener el ojo abierto y percibido. Este cuento de Navidad es mi versión de ese momento.

sábado, 26 de marzo de 2011

Canto a mí mismo

Me celebro y me canto a mí mismo.
Y lo que yo diga ahora de mí, lo digo de ti,
porque lo que yo tengo lo tienes tú
y cada átomo de mi cuerpo es tuyo también.

Vago... e invito a vagar a mi alma.
Vago y me tumbo a mi antojo sobre la tierra
para ver cómo crece la hierba del estío.
Mi lengua y cada molécula de mi sangre nacieron aquí,
de esta tierra y de estos vientos.
Me engendraron padres que nacieron aquí,
de padres que engendraron otros padres que nacieron aquí,
de padres hijos de esta tierra y de estos vientos también.

Tengo treinta y siete años. Mi salud es perfecta.
Y con mi aliento puro
comienzo a cantar hoy
y no terminaré mi canto hasta que muera.
Que se callen ahora las escuelas y los credos.
Atrás. A su sitio.
Sé cuál es su misión y no la olvidaré;
que nadie la olvide.
Pero ahora yo ofrezco mi pecho lo mismo al bien que al mal,
dejo hablar a todos sin restricción,
y abro de par en par las puertas a la energía original de la naturaleza
desenfrenada.

domingo, 20 de marzo de 2011

19 de diciembre de 1971

Sí yo sé que ahora hay quienes dicen que fuimos unos hijos de puta por lo que hicimos con el viejo Casale, yo sé. Nunca falta gente así. Pero ahora es fácil decirlo, ahora es fácil. Pero habla que estar esos días en Rosario para entender el fato, mi viejo, que hablar al pedo ahora habla cualquiera.

Yo no sé si vos te acordás lo que era Rosario en esos días anteriores al partido. ¡Y qué te digo “esos días”! ¡Desde semanas antes ya se venía hablando, del partido y la ciudad era una caldera, porque eso era lo que era la ciudad! Claro, los que ahora hablan son esos turros que después vos los veías por la calle gritando y saltando como unos desgraciados, festejando en pedo a los gritos y después ahora te salen con que son... ¿qué son?... moralistas... ¿De qué se la tiran, hijos de mil putas? Ahora son todos piolas, es muy fácil hablar. Pero si vos vieras lo que era la ciudad en esos días, hermano, prendías un fósforo y volaba todo a la mierda. No se hablaba de otra cosa en los boliches, en la calle, en cualquier parte. Saltaban chispas, te aseguro. Y la cosa arrancó con el fato de las cábalas. O mejor dicho, de los maleficios.

- Hay que entender que no era un partido cualquiera, hermano, era una final final. Porque si bien era una semifinal, el que ganaba después venía a jugar a Rosario y le rompía el culo a cualquiera. Fuera Central como Ñul, acá le hacía la fiesta a cualquiera. ¡Y cómo estaban los lepra! ¡Eso, eso tendrían que acordarse ahora los que hablan al reverendo pedo y nos vienen a romper las pelotas con el asunto del viejo Casale! ¿No se acuerdan esos turros cómo estaban los lepra? ¿No se acuerdan ahora, mi viejo? Había que aguantarlos porque se corrían una fija, pero una fija se corrían, hermano, que hasta creo que se pensaban que nos iban a llenar la canasta. No que sólo nos iban a hacer la colita sino que además nos iban a meter cinco, en el Monumental y para la televisión. ¡Pero por qué no se van a la concha de su madre! ¡Qué mierda nos van a hacer cinco esos culos roto! ¡Así se la comieron doblada! ¡Qué pija que tienen desde ese día y no se la pueden sacar!

Pero la verdad, la verdad, hermano, con una mano en el corazón, que tenían un equipazo, pero un equipazo, de padre y señor mío. Hay que reconocerlo. Porque jugaban que daba gusto, el buen toque y te abrochaban bien abrochado. Estaba Zanabria, el Marito Zanabria; el Mono Obberti ¡Dios querido, el Mono Obberti, qué jugador! Silva el que era de Lanús, el albañil. ¡Montes! Montes de cinco; Santamaría el Cucurucho Santamaría, qué sé yo, era un equipazo, un equipazo hay que reconocer, y la lepra se corría una fija. ¿Sabés cuántos había en la ruta a Buenos Aires, el día del partido? Yo no sé, eran miles, millones, yo no sé de dónde habían salido tantos leprosos. Si son cuatro locos y de golpe, para ese partido, aparecieron como hormigas los desgraciados. Todos fueron. ¡Lo que era esa ruta, papito querido! Entonces, oíme, había que recurrir a cualquier cosa.

Hay partidos que no podés perder, tenés que ganar o ganar. No hay tutía. Entonces si a mí me decían que tenía que matar a mi vieja, que había que hacer cagar al presidente Kennedy, me daba lo mismo, hermano. Hay partidos que no se pueden perder. ¿Y qué? ¿Te vas a dejar basurear por estos soretes para que te refrieguen después la bandera por la jeta toda la vida? No, mi viejo. Entonces, ahí, hay que recurrir a cualquier cosa. Es como cuando tenés un pariente enfermo ¿viste? tu vieja, por ejemplo, que por ahí sos capaz hasta de ir a la iglesia ¿viste? Y te digo, yo esa vez no fui a la iglesia, no fui a la iglesia porque te juro que no se me ocurrió, mirá vos, que si no... te aseguro que me confesaba y todo si servía para algo. Pero con los muchachos enganchamos con la cuestión de las brujerías, de la ruda macho, de enterrar un sapo detrás del arco de Fenoy, de tirar sal en la puerta de los jugadores de Ñubel y de todas esas cosas que siempre se habla. Por supuesto que todas las brujas del barrio ya estaban laburando en la cosa y había muñecos con camiseta de Ñubel clavados con alfileres, maldiciones pedidas por teléfono y hasta mi vieja que no manya mucho del asunto tenía un pañuelo atado desde hacía como diez días, de ésos de “Pilato, Pilato, si no gana Central en River no te desato”. Después la vieja decía que habíamos ganado por ella, pobre vieja, si hubiera sabido lo del viejo Casale, pero yo le decía que sí para no desilusionarla a la vieja.

Pero todo el fato de la ruda macho y el sapo de atrás del arco eran, qué sé yo, cosas muy generales, ya había tipos que lo estaban haciendo y además, el partido era en el Monumental y no te vas a meter en la pista olímpica a enterrar un sapo porque vas en cana con treinta cadenas y no te saca ni Dios después, hermano. Entonces, me acuerdo que empezamos con la cosa de las cábalas personales. Porque me acuerdo que estábamos en el boliche de Pedro y veníamos hablando de eso. Entonces, por ejemplo, resolvimos que a Buenos Aires íbamos a ir en el auto del Dani porque era el auto con el que habíamos ido una vez a La Plata en un partido contra Estudiantes y que habíamos ganado dos a cero. Yo iba a llevar, por supuesto, el gorrito que venía llevando a la cancha todos los últimos partidos y no me había fallado nunca el gorrito. A ése lo iba a llevar, era un gorrito milagroso ése.

El Coqui iba a ir con el reloj cambiando de lugar, o sea en la muñeca derecha y no en la izquierda, porque en un partido contra no sé quién se lo había cambiado en el medio tiempo porque íbamos perdiendo y con eso empatamos, o sea, todo el mundo repasó todas las cábalas posibles como para ir bien de bien y no dejar ningún detalle suelto. te digo más, estuvimos parados en la tribuna en el partido contra Atlanta para pararnos de la misma manera en el partido contra la lepra el boludo de michi decía que él había estado detrás del Valija y el Miguelito porfiaba que el que había estado detrás del Valija era él. Mirá vos, hasta eso estudiamos antes del partido, para que veas cómo venía la mano en esos días. ¿Y sabés qué te lleva a eso, hermano, sabés qué te lleva a eso? El cagazo, hermano, el cagazo, el cagazo te lleva a hacer cualquier cosa, como lo que hicimos con el viejo Casale.

Porque si llegábamos a perder, mamita querida, nos teníamos que ir de la ciudad, mi viejo, nos teníamos que refugiar en el extranjero, te juro, no podíamos volver nunca más acá. Íbamos a perecer esos refugiados camboyanos que se tomaron el piro en una balsa. Te juro que si perdíamos nosotros agarrábamos el “Ciudad de Rosario” y por acá, por el Paraná, nos teníamos que ir todos, millones de canallas, no sé, a Diamante, a Perú, a Cuzco, a la concha de su madre, pero acá no se iba a poder vivir nunca más con la cargada de los leprosos putos, mí viejo. Ya el Miguelito había dicho bien claro que él se la daba, que si perdíamos agarraba un bufo y se volaba la sabiola y te digo que el Miguelito es capaz de eso y mucho más porque es loco el Miguelito, así que había que creerle. O hacerse puto, no sé quién había comentado la posibilidad de hacerse trolo y a otra cosa mariposa, darle a las plumas y salir vestido de loca por Pellegrini y no volver nunca más a la casa. Pero, te digo, nadie quería ni siquiera sentir hablar de esa Posibilidad. Ni se nombraba la palabra “derrota”.

Era como cuando se habla del cáncer, hermano. Vos ves que por ahí te dicen “la papa”, o “tiene otra cosa”, “algo malo”, pero el cangrejo, mi viejo, no te lo nombra nadie. Y ahí fue cuando sale a relucir lo del viejo Casale. El viejo Casale era el viejo del Cabezón Casale, un pibe que siempre venía al boliche y que durante años vino a la cancha con nosotros pero que ya para ese entonces se había ido a vivir al norte, a Salta creo, lo vi hace poco por acá, que estaba de paso. Y ahí fue que nos acordamos de que un día, en la casa del Cabezón, el viejo había dicho que él nunca, pero nunca, lo había visto perder a Central contra Ñul. Me acuerdo que nos había impresionado porque ese tipo era un privilegiado del destino. Aunque al principio vos te preguntas, “¿Cómo carajo hizo este tipo pata no verlo perder nunca a Central contra Ñul? ¿Qué mierda hizo? Este coso no va nunca a la cancha”. Porque, oíme alguna vez lo tuviste que ver perder, a menos que no vayás a. los clásicos. Y ojo que yo conozco muchos así, que se borran bien borrados de los clásicos. O que van en Arroyito, pero que a la cancha del Parque no van en la puta vida. Y me acuerdo que le preguntarlos eso al viejo y el viejo nos dijo que no, y nos explicó.

El iba siempre, un fana de Central que ni te cuento, pero se había dado, qué sé yo, una serie de casualidades que hicieron que en un montón de partidos con Ñul él no pudiera ir por un montón de causas que ni me acuerdo. Que estaba de viaje por Misiones —el viejo era comisionista—; que ese día se había torcido un tobillo y no podía caminar, que estaba engripado, que le dolía un huevo, qué sé yo, en fin, la verdad, hermano— que el viejo la posta posta era que nunca le había tocado ver un partido en que la lepra nos hubiera roto el orto. Era un privilegiado el viejo y además, un talismán, querido, porque así como hay tipos mufa que te hacen perder partidos adonde vayan, hay otros que si vos los llevás es número puesto que tu equipo gana. No es joda. Y el viejo Casale era uno de éstos, de los ojetudos.

Entonces ahí nos dijimos “Este viejo tiene que estar en el Monumental contra Ñubel. No puede ser de otra forma. Tiene que estar”... Claro, dijimos, seguro que va a estar, si es fana de Central, canalla a muerte. Pero nos agarró como la duda viste? porque nosotros no era que lo veíamos todos los días al viejo, te digo más, desde que el Cabezón se había ido al norte a laburar, al viejo de él no lo habíamos vuelto a ver ni en la cancha, ni en la calle ni en ninguna parte. Además, el viejo ya estaba bastante veterano porque debía tener como ochenta pirulos por ese entonces. Bah, en realidad ochenta no, pero sus sesenta, sesenta y cinco años los tenía por debajo de las patas.

Entonces, con el Valija, el Colorado y el Miguelito decimos “vamos a la casa del viejo a asegurarnos que va y si no va lo llevamos atado”. Porque también podía ser que el viejo no fuera porque no tuviera guita, qué sé yo. Nosotros ya habíamos pensado en hacer una rifa a beneficio, una kermesse, cualquier cosa. El viejo tenía que ir, era una bandera, un cheque al portador.

La cuestión es que vamos a la casa y... ¿a qué no sabés con lo que nos sale el viejo? Que andaba mal del bobo y que el médico le había prohibido terminantemente ir a la cancha, mirá vos. Nos sale con eso. Que no. Que había tenido un infarto en no sé qué partido, en un partido de mierda después que una pelota pegó en un palo, que había estado muerto como media hora y lo habían salvado entre los indios con respiración artificial y masajes en el cuore, que no había clavado la guampa de puro pedo y que le había quedado tal cagazo que no había vuelto a ir a la cancha desde hacía ya, mirá lo que te digo, dos años.

¡Hacía dos años que no iba a la cancha el viejo ese! Y no era sólo que él no quería ir sino que el médico y, por supuesto, la familia, le tenían terminantemente prohibido ir, lógicamente. No sé si no le prohibían incluso escuchar los partidos por radio, no sé si no se lo prohibían, para que no le pateara el bobo, porque parece que el viejo escuchaba un pedo demasiado fuerte y se moría, tan jodido andaba. Vos le hacías ¡Uh! en la cara y el viejo partía. ¡Para qué! Te imaginás nosotros, la desesperación, porque eso era como un presagio, un anuncio del infierno, hermano, era un preanuncio de que nos iban a hacer cagar en Buenos Aires, mi viejo. Entonces empezamos a tratar de hacerle la croqueta al viejo, a convencerlo, a decirle “Pero mire, don Casale, usted tiene que estar, es una cita de honor. ¡Qué va a estar mal usted del cuore, si se lo ve cero kilómetro! Vamos, don Casale —me acuerdo que lo jodía Miguelito— ¿cuántos polvos se echa por día? usted está hecho un toro”. Pero el viejo, ni mierda, en la suya. Que no y que no.

Le decíamos que el partido iba a ser una joda, que Ñubel tenía un equipo de mierda y que ya a los quince minutos íbamos a estar tres a cero arriba, que el partido era una mera formalidad, que el gobierno ya había decidido que tenía que ganar Central para hacer feliz a mayor cantidad de gente. No sé, no sé la cantidad de boludeces que le dijimos al viejo para convencerlo. Pero el viejo nada, una piedra el hijo de puta. Para colmo ya habían empezado a rondar la mujer del viejo, madre del Cabezón, y una hermana del Cabezón, que querían saber qué carajo queríamos decirle nosotros al vicio en esa reunión, porque medio que ya se sospechaban que nosotros no íbamos para nada bueno.

En resumen que el viejo nos dijo que no, que ni loco, que ni siquiera sabía si iba a poder resistir la tensión de saber que se jugaba el partido, aun sin escucharlo. Porque el viejo los diarios los leía, tan boludo no era, y sabía cómo venía la mano, cómo era la cosa, cómo formaban los equipos, suplentes, historial, antecedentes, chaquetillas, color, todo. Nos dijo más. “Ese día —nos dijo— bien temprano, antes de que empiecen a pasar los camiones y los ómnibus con la gente yendo para Buenos Aires, yo me voy a la quinta de un hermano mío que vive en Villa Diego”. No quería escuchar ni los bocinazos el viejo. “Me voy tempranito a lo de mi hermano, que a mi hermano le importa un sorete el fútbol, y me paso el día ahí, sin escuchar radio ni nada”. Porque el viejo decía y tenla razón, que si se quedaba en la casa, por más que se encerrara en un ropero, algo iba a oír, algún grito, algún gol, alguna cosa iba a oír, pobre desgraciado, y se iba a quedar ahí mismo seco en el lugar. Así que se iba a ir a radicar en la quinta de ese hermano que tenía, para borrarse del asunto.

Muy bien, muy bien. Te digo que salimos de allí hechos bosta porque veíamos que la cosa venía muy mal. Casi era ya un dato seguro como para decir que éramos boleta. Para colmo, al Valija, el día anterior le había caído una tía del campo y él se acordaba que, en un partido que perdimos con San Lorenzo, esa misma tía le había venido el día antes. Era un presagio funesto el de la tía.

Fue cuando decidimos lo del secuestro. Nos fuimos al boliche y esa noche lo charlamos muy seriamente. El Dani decía que no, que era una barbaridad, que el viejo se nos iba a morir en el viaje, o en la cancha, y después se iba a armar un quilombo que íbamos a terminar todos en cana y que, además, eso sería casi un asesinato. Pero al Dani mucha bola no le dimos porque ha sido siempre un exagerado y más que un exagerado, medio cagón el Dani. Pero nosotros estábamos bien decididos y más que nada por una cosa que dijo el Valija: el viejo estaba diez puntos. Había tenido un infarto, es cierto. Pero hay miles de tipos que han tenido un infarto y vos los ves caminando tranquilamente por la yeca y sin hacer tanto quilombo como este viejo pelotudo, con eso de meterse adentro de un ropero, o no ir a la cancha, o dejar que te rigoree la familia como la esposa y la otra, la hermana del Cabezón.

Por otra parte, y vos lo sabés, los médicos son unos turros pero unos turros que se ve que lo querían hacer durar al viejo mil años para sacarle guita, hacerle experimentos y chuparle la sangre. Y además, como decía el Miguelito y eso era cierto, vos lo veías al viejo y estaba fenómeno. Con casi sesenta afios no te digo que parecía un pendejo pero andaba lo más bien. Caminaba, hablaba, se sentaba, qué sé yo, se movía. ¡Chupaba! Porque a nosotros nos convidó con Cinzano y el viejo se mandó su medidita, no te digo un vasazo pero su medidita se mandó. La cosa es que el Miguelito elaboró una teoría que te digo, aún hoy, no me parece descabellada. ¡El viejo era un curro, hermano! Un turrazo que especulaba con el fato del bobo para pasarla bien y no laburarla nunca más en la vida de Dios. Con el sover del bobo no ponía el lomo, lo atendían a cuerpo de rey y —la tenía a la vieja y a la hermana del Cabezón pendientes de él —viviendo como un bacan, el viejo. Y... ¿de qué se privaba? De algún faso; que no sé si no fasearía escondido; y de no ir a—la cancha. Fijate vos, eso era todo. Y vivía como Carolina de Mónaco el otario. Bueno, con ese argumento y lo que dijo el Colorado se resolvió todo.

El Colorado nos habló de los grandes ideales, de nuestra misión frente a la sociedad, de nuestro deber frente a las generaciones posteriores, los pendejos. Nos dijo que si ese partido se perdía, miles y miles de pendejos iban a sufrir las consecuencias. Que, para nosotros y eso era verdad, iba a ser muy duro, pero que nosotros ya estábamos jugados, que habíamos tenido lo nuestro y que, de últimas, teníamos experiencias en malos ratos y fulerías. Pero los pibes, los pendejitos de Central, ésos, iban a tener de por vida una marca en sus vidas que los iba a marcar para siempre, como un fierro caliente. Que las cargadas que iban a recibir esos pibes, esas criaturas, en la escuela, los iban a destrozar, les iban a pudrir el bocho para siempre, iban a ser una o dos generaciones de tipos hechos bolsa, disminuidos ante los leprosos, temerosos de salir a la calle o mostrarse en público. Y eso es verdad, hermano, porque yo me acuerdo lo que eran las cargadas en la escuela primaria, sobre todo.

Yo me acuerdo cuándo perdimos cinco a tres con la lepra en el Parque después de ir ganando dos a cero, cuando se vendió el Colorado Bertoldi, que todavía se estará gastando la guita, y te juro que yo por una semana no me pude levantar de la cama porque no me atrevía a ir a la escuela para no bancarme la cargada de los lepra. Los pibes son muy hijos de puta para la cargada, son muy crueles. ¿No viste cómo descuartizan bichos, que agarran una langosta y le sacan todas las patas? Son unos hijos de puta los pibes en ese sentido. Y lo que decía el Colorado era verdad. Ahora todo el mundo habla de la deuda externa, y bueno, hermano, eso era algo así como lo de la deuda externa, que por la cagada de cuatro reverendos hijos de puta que empeñaron el país, la tenemos que pagar todos y los hijos y los hijos de nuestros hijos. Y si estaba en nosotros hacer algo para que eso no pasara, había que hacerlo, mi querido.

Además, como decía el Colorado, ya no era el problema de la cargada de los pendejos futbolistas, está también el fato del exitismo. Los pibes ven que gana un equipo y se hacen hinchas de ese equipo, son así, casquivanos. Son hinchas del campeón. Entonces, ponele que hubiese ganado Ñubel y... ¡a la mierda! ... de ahí en más todos los pibes se hacían de Ñubel, ponele la firma. Y no te vale de nada llevarlos a la cancha, conversarlos, hablarles del Gitano Juárez o el Flaco Menotti, ni comprarles la camiseta de Central apenas nacen. No te vale de nada. Los pendejos ven que sale River campeón y son de River. Son así. Y en ese momento no era como ahora que, mal que mal, vos los llevás al Gigante y los pibes se caen de culo. Entonces, cuando van al chiquero del Parque, por mejor equipo que pueda tener Ñul, los pibes piensan “Yo no puedo ser hincha de esta villa miseria” y se hacen de Central. Porque todo entra por los ojos y vos ves que ahora los pibes por ahí ni siquiera han visto jugar a Central o a Ñul y ya se hacen hinchas de Central por el estadio. Es otra época, los pendejos son más materialistas, yo no sé si es la televisión o qué, pero la cosa es que se van de boca con los edificios.

Entonces la cosa estaba clara, había que secuestrar al viejo Casale, o sino aguantarse que quince, veinte años después, hoy por ejemplo, la ciudad estuviese llena de lepra sos nacidos después de ese partido, y esto hoy ¿sabés lo que sería? Beirut sería un poroto al lado de esto, hermano te juro. El que organizó la “Operación Eichmann”, como lo llamamos, fue el Colorado. La llamamos así por ese general aleman, el torturador, que se chorearon de acá una vez los judíos ¿viste? y lo nuestro era más o menos lo mismo. El Colorado es un tipo muy cerebral, que le carbura muy bien el bocho y él organizó todo. El Colorado ya no estaba par ese entonces en la O.C.A.L.. La O.C.A.L., no sé si sabés es una organización de acá, de Rosario, que se llama así porque son iniciales, O.C.A.L “Organización Canalla Anti Lepra”. Son un grupo de ñatos como el Ku-Klux-Klan, más o menos, que se reúnen en reuniones secretas y no sé si no van con capucha y todo a las reuniones, o si queman algún leproso vivo en cada reunión. Mirá yo no sé si es requisito indispensable ser hincha de Central, pero seguro seguro, lo que tenés que hacer es odiar a los lepra. Tenés que odiar más a los lepra que lo que querés a Central.

Hacen reuniones, escriben el libro de actas, piensar maldades contra los lepra, festejan fechas patrias de partidos que les hemos ganado, tienen himnos, son como esos tipos los masones esos, que nadie sabe quiénes son. Andan con antorchas. Bueno, de la O.C.A.L., de la O.C.A.L. al Colorado lo echaron por fanático, con eso te digo todo pero es un bocho el Colorado y él fue el que organizó todo el operativo.

Y te la cuento porque es linda, te la cuento porque es linda, no sé si un día de estos no aparece en el “Selecciones” y todo. Averiguamos qué ómnibus iba para Villa Diego, adonde tenía la quinta el hermano del viejo Casale. Desde donde vivía el viejo, ahí por San Juan al mil cuatro cientos, lo único que lo dejaba en ese entonces, si mal no recuerdo, era el 305 que pasaba por la calle San Luis. O sea que el viejo tenía que tomarlo en San Luis-Paraguay o San Luis-Corrientes, no más allá de eso a menos que fuera muy pelotudo y lo fuera a tomar a Bulevar Oroño que no sé para qué mierda iba a hacer eso. Ahora, la. duda era si el viejo se iba a ir en ómnibus o en auto, porque si se iba en auto nos recagaba, pero nos jugábamos a que se iba a ir en ómnibus porque auto no tenía y seguro que el hermano tampoco tenía porque debía ser un muerto de hambre como él, seguramente. Y te digo que la cosa venía perfecta, porque el viejo nos había dicho que iba a salir bien temprano para no infartarse con las bocinas o sea que nosotros podíamos combinarlo con el horario de salida nuestra para el partido. Porque también nos cagaba si salía a la una de la tarde para Villa Diego porque después ¿cómo llegábamos nosotros a Buenos Aires para la hora del partido con el quilombo que era la ruta y en un ómnibus de línea? Lo más probable es que nos hiciéramos pelota en el camino por ir a los pedos. Y por otra parte, hermano, Villa Diego queda saliendo para Buenos Aires o sea que la cosa estaba clavada, era posta posta.

Después hubo que hablar con los otros muchachos, porque convencer al Rulo no nos costó nada, a él le daba lo mismo y, además, le contamos los entretelones del asunto. Te digo que el Colora manejó la cosa como un capo, un maestro. El asunto era así, el Rulo es un fana amigo de Central que tiene un par de ómnibus, está muy bien el Rulo. Y en esa época tenía un par de coches en la línea 305. Fue un ojete así de grande, porque si no teníamos que conseguir otro coche, cambiarle el color, pintarlo, qué sé yo, ponerle el número, un laburo bárbaro. Pero el Rulo tenía dos 305 y con uno de ésos ya tenía pensado pirarse para el Monumental el día del partido y más bien que se llevaba como mil monos que también iban para allá. Lo sacaba de servicio y que se fueran todos a la reputísima madre que los parió, no iba a perderse el partido ese.

Entonces, el Rulo, con los monos arriba Y nosotros, tenía que estar con el ómnibus preparado, el motor en marcha, por España, estacionado. Y el Miguelito se ponía de guardia, tomando un café, justo en un boliche de ahí cerca desde donde veían la puerta de la casa del viejo Casale. Creo que a las cinco, nomás, de la matina, ya estaba el Miguelito apostado en el boliche haciéndose el boludo y junando para la casa del viejo. Te juro que ni los tupamaros hubieran hecho un operativo como ése, hermano. Fue una maravilla.

Apenas vio que salía el viejo con una canastita donde seguro se llevaba algún matambre casero, algo de eso, el pobre viejo, el Miguelito cazó una Vespa que tenía en ese entonces, dio la vuelta a la manzana y nos avisó. Cargó la moto en el ómnibus, en la parte de atrás, detrás de los últimos asientos y nos pusimos en marcha.

Ya les habíamos dicho a tres o cuatro pendejos, de esos quilomberos de la barra, que se hicieran bien los sotas, que no dijeran ni media palabra y se hicieran los que apoliyaban. Nosotros también, para que no nos reconociera el viejo, estábamos en los asientos traseros, haciéndonos los dormido, incluso con la cara tapada con algún pulover, como si nos jodiera la luz, o con algún piloto.

Te digo que el día había amanecido frío y lluvioso, como la otra fecha patria, el 25 de Mayo. Además, el quilombo había sido guardar y esconder todas las banderas, las cornetas, las bolsas con papelitos, los termos, todo eso. Uno de los muchachos llevaba una bandera de la gran puta que medía 52 metros ¡52 metros, loco! Media cuadra de bandera que decía “Empalme Graneros presente” y tuvimos que meterla debajo de un asiento para que el. viejardo no la vichara.

La cosa es que el viejo subió medio dormido y se sentó en uno de los asientos de adelante que ya habíamos dejado libre a propósito para que no viera mucho del ómnibus. Rulo le cobró boleto y todo. Y nadie se hablaba como si no nos conociéramos. Y como el ómnibus iba haciendo el recorrido normal, el viejo iba lo más piola, mirando por la ventanilla. La cuestión es que llegamos a Villa Diego y el viejo tranquilo. Cada tanto, cuando nos pasaba algún auto con banderas en el techo, tocando bocina, el viejo miraba a los que tenía cerca y movía la cabeza como diciendo “¡Mirá vos!”.

Se ve que tenía unas ganas de hablar pero nadie quería darle mucha bola para no pisarse en una de ésas. Así que nos hacíamos todos los dormidos. Parecía que habían tirado un gas adentro de ese ómnibus hermano. Como cuando se muere algún ñato ¿viste? que se queda a apoliyar en el auto con el motor prendido y lo hace cagar el monóxido de carbono, creo. Bueno, así parecía que a nosotros nos había agarrado el monóxido de carbono. Pero, cuando llegamos a Villa Diego, por ahí el viejo se levanta y le dice al Rulo “En la esquina, jefe.”. Y yo no sé qué le dijo el Rulo, algo de que ahí no se podía parar, que estaba cerrado el tráfico, que había que seguir un poco más adelante y el viejo se la comió, pero se quedó paradito al lado de la puerta. Al rato, por supuesto, de nuevo el viejo, “En la esquina”. Ahí ya el Rulo nos miró, porque se le habían acabado los versos. Y ahí, hermano... ¡vos no sabés lo que fue eso! Fue como si nos hubiésemos puesto todos de acuerdo y te juro que ni siquiera lo habíamos hablado. Empezaron los muchachos a desplegar las banderas, a sacar las cornetas y las banderas por la ventana, y a los gritos, hermano, “¡Soy canalla, soy canalla!” por las ventanas.

Pero no para el lado del viejo, el pobre viejo, que la cara que puso no te la puedo describir con palabras, sino para afuera, porque los grones, con lo quilomberos que son, se habían ido aguantando hasta ahí sin gritar ni armar quilombo para no deschavarse con el viejo, pero cuando llegó el momento agarraron las banderas, empezaron a sacar los brazos y golpear las chapas del costado del ómnibus y también el Rulo empezó a seguir el ritmo con la bocina.

¿Viste esas películas de cowboy, cuando los choros van a asaltar una carreta donde parece que no hay nadie, o que la maneja nada más que un par de jovatos y de golpe se abren los costados y aparecen 17.000 soldados que los cagan a tiros? ¿Que levantan la lona y estaban todos adentro haciéndose los sotas? Bueno, ese ómnibus debió ser algo así. De golpe se transfonnó en un quilombo, un escándalo, una de gritos, de bocinazos, cornetas, una joda. ¡Y la gente al lado de la ruta! Porque desde la madrugada ya había gente a los costados de la ruta esperando que pasaran las caravanas de hinchas. Era para llorar, eso, conmovedor, te saludaban, gritaban, levantaban los puños, por ahí algún lepra, a las perdidas, te tiraba un cascotazo... Pero vuelvo al viejo, el viejo, no sabés la caripela que puso. Porque nosotros lo estábamos mirando porque decíamos: éste es el momento crucial. Ahí el viejo o cagaba la fruta, el corazón se le hacía bosta, o salía adelante. El viejo miraba para atrás, a todos los monos que saltaban y cantaban y no lo podía creer. Se volvió a sentar y creo que hasta San Nicolás no volvió a articular palabra. Te digo que el Rábano, el hijo de la Nancy ya se había ofrecido a hacerle respiración boca a boca llegado el caso, que era algo a lo que todos, mal que mal, le habíamos esquivado el bulto porque, qué sé yo, te da un poco de asco, además con un viejo.

Pero mirá, te la hago corta. Mirá, cuando el viejo ya vio que no había arreglo, que no había posibilidad de que lo dejáramos bajar del ómnibus, se entregó, pero se entregó. Porque, al principio, nosotros nos acercamos y nos reputeó, nos dijo que éramos unos irresponsables, unos asesinos, que no teníamos conciencia, que era una vergüenza, qué sé yo todo lo que nos dijo. Pero después, cuando nosotros le dijimos que él estaba perfecto, que estaba hecho un toro, que si se había bancado la sorpresa del ómnibus quería decir que ese cuore se podía bancar cualquier cosa, empezó a tranquilizarse. El Colorado llegó a decirle que todo era una maniobra nuestra para demostrarle que él estaba perfectamente sano y que incluso el médico estaba implicado en la cosa.

Mirá hermano, y creéme porque es la pura verdad ¿qué intención puedo tener en mentirte, hoy por hoy? mucho antes ya de entrar en Buenos Aires ese viejo era el más feliz de los mortales, te lo digo yo y te lo juro por la salud de mis lujos. El viejo cantaba, puteaba, chupaba mate, comía facturas, gritaba por la ventana y a la cancha se bajó envuelto en una bandera. No había, en la hinchada, un tipo más feliz que él. Vino con nosotros a la popu y se bancó toda la espera del partido, que fue más larga que la puta que lo parió y después se bancó el partido. Estaba verde, eso si, y había momentos en que parecía que vos lo pinchabas con un alfiler y reventaba como un sapo, porque yo lo relojeaba a cada momento. Y después del gol del Aldo, yo lo busqué, lo busqué porque fue tal el quilombo y el desparramo cuando el Aldo la mandó adentro que yo ni sé por dónde fuimos a caer entre las avalanchas y los abrazos y los desmayos y esas cosas. Pero después miré para el lado del viejo y lo vi abrazado a un grandote en musculoso casi trepado arriba del grandote, llorando. Y ahí me dije: si éste no se murió aquí, no se muere más. Es inmortal. Y después ni me acordé más del viejo, que lo que alambramos, lo que cortamos clavos, los fierros que cortamos con el upite, hermano, ni te la cuento.

Eso no se puede relatar, hermano, porque rezábamos, nos dábamos vueltas, había gente que se sentaba entre todo ese quilombo porque no quería ni mirar. Porque nos cagaron a pelotazos, ya el segundo tiempo era una cosa que la tenían siempre ellos y ¿sabés qué era lo fulero, lo terrible? ¡Qué si nos empataban nos ganaban, hermano, porque ésa es la justa! ¡Nos ganaban esos hijos de puta! ¡Nos empataban, íbamos a un suplementario y ahí nos iban a hacer refocilar el orto porque estaban más enteros y se venían como un malón los guachos! ¡Qué manera de alambrar! Decí que ese día, Dios querido, yo no sé que tenía el flaco Menuttl que sacó cualquier cosa, sacó todo, vos no quieras creer lo que sacó ese día ese flaco enclenque que parecía que se rompía a pedazos en cada centro. Le sacó un cabezazo de pique al suelo a Silva que lo vimos todos adentro, hermano, que era para ir todos en procesión y besarle el culo al flaco ése ¡qué pelota le sacó a Silva! Ahí nos infartamos todos, faltaban cinco minutos y si nos empataban, te repito, éramos boleta en el suplementario. Me acuerdo que miro para atrás y lo veo al viejo, blanco, pálido, con los ojos desencajados, pobrecito, pero vivo. Y ahora yo te digo, te digo y me gustaría que me contesten todos esos que ahora dicen que fue una hijaputez lo que hicimos con el viejo Casale ese día.

Me gustaría que alguno de esos turritos me contestara si alguno de ellos lo vio como lo vi yo al viejo Casale cuando el referí dio por terminado el partido, hermano. Que alguno me diga si, de puta casualidad, lo vio al viejo Casale como lo vi yo cuando el referí dio por terminado el partido y la cancha era un infierno que no se puede describir en palabras. Te digo que me, gustaría que alguien me diga si alguien lo vio como lo vi yo. ¡La cara de felicidad de ese viejo, hermano, la locura de alegría en la cara de ese viejo! ¡Que alguien me diga si lo vio llorar abrazado a todos como lo vi llorar yo a ese viejo, que te puedo asegurar que ese día fue para ese viejo el día más feliz de su vida, pero lejos lejos el día más feliz de su vida, porque te juro que la alegría que tenía ese viejo era algo impresionante! Y cuando lo vi caerse al suelo como fulminado por un rayo, porque quedó seco el pobre viejo, un poco que todos pensamos; “¡qué importa!” ¡Qué más quería que morir así ese hombre! ¡Esa es la manera de morir para un canalla! ¿Iba a seguir viviendo? ¿Para qué? ¿Para vivir dos o tres años rasposos más, así como estaba viviendo, adentro de un ropero, basureado por la esposa y toda la familia? ¡Más vale morirse así, hermano! Se murió saltando, feliz, abrazado a los muchachos, al aire libre, con la alegría de haberle roto el orto a la lepra por el resto de los siglos. ¡Así se tenía que morir, que hasta lo envidio, hermano, te juro, lo envidio! ¡Porque si uno pudiera elegir la manera de morir, yo elijo ésa, hermano! Yo elijo ésa.