Tarde de lecturas, (2008) xilografía de Marinés Tapia Vera, 1er premio de Grabado del LIII Salón de Artes Plásticas Manuel Belgrano

El rastreador

El rastreador recorre bibliotecas concretas y virtuales buscando esos textos que alguna vez tenemos que leer.

sábado, 28 de mayo de 2011

La revolución es un sueño eterno (fragmento)

¿Qué juré yo, y a quien, ese 25 de mayo oscuro y ventoso, de rodillas, la mano derecha sobre el hombro de Saavedra?

¿Juré, ese día oscuro y ventoso, que galoparía desde Buenos Aires hasta una serranía cordobesa, al frente de una partida de hombres furiosos y callados, y que desmontaría, cubierto de polvo, esa mañana helada como el infierno, con el intolerable presentimiento de que habíamos irrumpido, demasiado temprano, en el escenario de la historia, y miraría, sin embargo, a Liniers, envueltos él y yo en una niebla helada como el infierno, y le escucharía, de pie, arrogante, reír e insultarme, y escucharía, en una niebla helada como el infierno, a los hombres que me acompañaron desde Buenos Aires, furiosos y callados, amartillar sus fusiles, y me vería a mí mismo, cubierto de polvo en una niebla helada como el infierno, encender un cigarro, decir dénles aguardiente, y dar la espalda a Liniers que, de pie, arrogante, se reía y me insultaba, e insultaba a los que, con él, se alzaron contra la Revolución, y que en

esa mañana helada como el infierno, suplicaban, babeándose, moqueando, volteando lo que no tenían en las tripas, que no los mataran?

¿Juré que no vería, furioso y callado, yo, a quien se llamó el orador de la revolución, a las partidas de perros negros, que devoran a los indios que escapan de las minas de oro, de sal, de plata; juré que no escucharía el murmullo que viene de las minas de oro, de sal, de plata, de las cocinas y galerías de los señores del Norte, ese murmullo opaco y fascinado que se desprende de bocas raídas por una vejez prematura, de una carne expiatoria y condenada al

saqueo y al infinito silencio de Dios, y que dibuja el aullido del perro negro, como se dibujan los mitos, y detrás, tenaz e inaccesible como los mitos, al patrón de la bestia y del infinito silencio de Dios, y también la carne sacrificada, rasgada, herida, por los colmillos insaciables; juré que yo no vería, yo que tuve un corazón docilísimo, los potros del tormento, y los caballos despanzurradores, y a las damas que, de pie en altos balcones de ciudades de piedra, tomaban chocolate en cónicas tazas de plata, y apreciaban la hermosa musculatura de los caballos despanzurradores, a cuyas cinchas, monturas, estribos, estaban atadas las manos y los tobillos de subversivos del orden público, según escribió José Manuel Goyeneche, sudamericano, grande de España, y que morirá en olor de santidad, para que los patrones de los perros negros no olviden, jamás, la filiación de los que se sublevan contra el saqueo?

¿Juré yo, de rodillas, la mano derecha en el hombro derecho de Saavedra, que no vería las partidas de perros negros, los potros del tormento, el acabado perfecto de la musculatura de los caballos despanzurradores, y que si mis ojos llegaban a ver las partidas de perros negros, los potros del tormento, el acabado perfecto de la musculatura de los caballos despanzurradores, mi corazón, que fue docilísimo, con la misma levedad que los filósofos provincianos exponen la inconsistencia del mundo, borraría, de los ojos que vieron, a la partida de perros negros, los potros del tormento, el acabado perfecto de la musculatura de los caballos despanzurradores, y la apreciación, por las damas –madres, esposas, hijas, hermanas, mantenidas, de los dueños de los perros negros–, del acabado perfecto de la musculatura de los caballos despanzurradores, mientras tomaban chocolate, de pie en altos balcones de piedra, apreciación que incluía el rápido, cada vez más rápido, cada vez más rápido paso de los caballos despanzurradores, de cabezas finas, uno hacia el Norte, uno hacia el Sur, uno hacia el Este, uno hacia el Oeste, llevándose, cada caballo despanzurrador, de cabeza fina, ojos desorbitados y lomo sudoroso, uno hacia el Norte, uno hacia el Sur, uno hacia el Este, uno hacia el Oeste, un pedazo de hueso y carne del subversivo del orden público atado a la cincha, la montura, el estribo?

¿Juré, en un día oscuro y ventoso de mayo que, al igual que Vieytes y Ocampo, según leí en una carta de Moreno, que respetaron los galones de los dueños de los perros negros, cagándose en las estrechísimas órdenes de la Junta, me cagaría, yo, enviado de la Junta en el ejército del Alto Perú, en las estrechísimas órdenes de la Junta, y predicaría la reconciliación con los dueños de los perros negros, o juré que, absorto, poseído, me tocaría los ojos, la boca, las mejillas, como un actor que, en el escenario, va más lejos de lo que representa, más lejos que su propia sombra, y absorto, poseído, furioso y callado, firmaría la orden de muerte para el mariscal Nieto, para el gobernador Sanz, para el capitán de marina José de la Córdova, para todos esos ondeadores de banderas negras y calaveras y tibias en las banderas negras?

¿Juré, de rodillas en la sala capitular del Cabildo, que no iría más lejos que mi propia sombra, que nunca diría ellos o nosotros?

Juré que la Revolución no sería un té servido a las cinco de la tarde.

lunes, 16 de mayo de 2011

Lemmings

—¿De dónde vienen? —preguntó Reordon.

—De todas partes —replicó Carmack.

Ambos hombres permanecían junto a la carretera de la costa, y, hasta donde alcanzaban sus miradas, no podían ver más que coches. Miles de automóviles se encontraban embotellados, costado contra costado y paragolpe contra paragolpe. La carretera formaba una sólida masa con ellos.

—Ahí vienen unos cuantos más —señaló Carmack.

Los dos policías miraron a la multitud que caminaba hacia la playa. Muchos charlaban y reían. Algunos permanecían silenciosos y serios. Pero todos iban hacia la playa.

—No lo comprendo —dijo Reordon, meneando la cabeza. En aquella semana debía de ser la centésima vez que hacía el mismo comentario—. No puedo comprenderlo.

Carmack se encogió de hombros.

—No pienses en ello. Ocurre. Eso es todo.

—¡Pero es una locura!

—Sí, pero ahí van —replicó Carmack.

Mientras los dos policías observaban, el gentío atravesó las grises arenas de la playa y comenzó a adentrarse en las aguas del mar. Algunos empezaron a nadar. La mayor parte no pudo, ya que sus ropas se lo impidieron. Carmack observó a una joven que luchaba con las olas y que se hundió al fin a causa de su abrigo de pieles.

Pocos minutos más tarde todos habían desaparecido. Los dos policías observaron el punto en que la gente se había metido en el agua.

—¿Durante cuánto tiempo seguirá esto? —preguntó Reordon.

—Hasta que todos se hayan ido, supongo —replicó Carmack.

—Pero..., ¿por qué?

—¿Nunca has leído nada acerca de los Lemmings?

—No.

—Son unos roedores que viven en los Países Escandinavos. Se multiplican incesantemente hasta que acaban con toda su reserva de comida. Entonces comienzan una migración a lo largo del territorio, arrasando cuanto se encuentran a su paso. Al llegar al océano, siguen su marcha. Nadan hasta agotar sus energías. Y son millones y millones.

—¿Y crees que eso es lo que ocurre ahora?

—Es posible —replicó Carmack.

—¡Las personas no son roedores! —gritó Reordon, airado.

Carmack no respondió. Permanecieron esperando al borde de la carretera, pero no llegó nadie más.

—¿Dónde están? —preguntó Reordon.

—Tal vez se hayan ido.

—¿Todos?

—Esto viene ocurriendo desde hace más de una semana. Es posible que la gente se haya dirigido al mar desde todas partes. Y también están los lagos. Reordon se estremeció. Volvió a repetir:

—Todos...

—No lo sé; pero hasta ahora no habían cesado de venir.

—¡Dios mío...! —murmuró Reordon.

Carmack sacó un cigarrillo y lo encendió.

—Bueno —dijo—. Y ahora, ¿qué?

Reordon suspiró:

—¿Nosotros?

—Ve tú primero —replicó Carmack—. Yo esperaré un poco, por si aparece alguien más.

—De acuerdo —Reordon extendió su mano—. Adiós, Carmack —dijo.

Los dos hombres cambiaron un apretón de manos.

—Adiós, Reordon —se despidió Carmack.

Y permaneció fumando su cigarrillo mientras observaba cómo su amigo cruzaba la gris arena de la playa y se metía en el agua hasta que ésta le cubrió la cabeza. Antes de desaparecer, Reordon nadó unas docenas de metros.

Tras unos momentos, Carmack apagó su cigarrillo y echó un vistazo a su alrededor. Luego él también se metió en el agua.

A lo largo de la costa se alineaban un millón de coches vacíos.