Esta es la historia de Jordi, uno de Barcelona que conocí en los ochenta. Venía de parte de unos amigos catalanes, gente solidaria del exilio. Divertido y seductor, rápidamente conquistó a Rosarito, la más difícil de mis primas. Solíamos caminar por las calles de Coghlan disfrutando de su humor corrosivo, capaz de bromas pesadísimas. Una vez le cuestioné esa costumbre, y él respondió que no podía evitarlo. Me contó entonces que en plena transición posfranquista, en tiempos de Adolfo Suárez, él estaba varado en Londres sin trabajo y sin pesetas, y a punto de ser expulsado de la pensión por falta de pago. Perdida toda esperanza y mientras pensaba cómo regresar a Barcelona, un día leyó en un diario el aviso de un ejecutivo que necesitaba aprender rumano en un mes, para radicarse en Bucarest como representante de una gran empresa británica. Jordi vio la oportunidad en el acto: se presentó y consiguió el puesto, y hasta unas libras de adelanto con las que zafó de su mala situación. Desde el día siguiente, con toda responsabilidad y durante cuatro semanas, Jordi visitó tres horas diarias al atildado ejecutivo inglés en su oficina, y le enseñó a hablar bastante bien... en catalán. Y el día de la partida lo acompañó hasta el aeropuerto a tomar el avión que lo llevaría a su nuevo destino comercial: Bucarest.
Meses después se fue de la Argentina. Suele enviarme postales. La última, desde California: dice que le está enseñando rumano a un tipo de la IBM.
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