Soy un experto en el ruido que se puede hacer con una vieja
máquina manual. Uso una máquina de escribir manual -y el Correo estadounidense-
prácticamente todos los días. Mis cartas y mis notas de agradecimiento, los
memos de la oficina, las listas de tareas pendientes y los borradores
preliminares -insisto, muy preliminares- de páginas con historias quedan
totalmente desprolijos, pero crearlos me da una satisfacción que pocas de las
demás cosas me producen.
Confieso que cuando tengo que hacer un trabajo de verdad
-documentos con exigencias similares a una monografía de la facultad- uso la
computadora. El inicio y el final del texto requieren la fluidez de la
tecnología moderna, y ¿a quién no le gusta elegir entre múltiples tipos de letra?
Para garabatos menos importantes, de ésos que no van más allá del escritorio o
la puerta de la heladera, el placer táctil de tipear como se hacía antes no
tiene ni punto de comparación con la experiencia que genera la laptop “de
rigor”.
El sonido del tipeo es una de
las razones que justifican tener una máquina de escribir manual; por desgracia,
existen solamente tres razones y ninguna de ellas es la agilidad o la
velocidad.
Además del sonido, está el mero placer físico de tipear; es tan
bueno como parece, los músculos de las manos controlan el volumen y la cadencia
del ataque auditivo de modo que la habitación genera ecos con el “staccato” de
las sinapsis.
Tal vez deba hacer más espacio para una máquina de escribir y
renunciar al lujo fácil de la tecla BORRAR, pero lo que sacrifique en exactitud
lo compensará con garbo. No se moleste en usar cinta correctora, líquido blanco
o papel de cebolla borrable.
No es ninguna vergüenza volver
a escribir encima o tachar con xxxx una palabra escrita tan mal que ninguna
herramienta de verificación ortográfica podría descifrarla.
El involucramiento físico que implica tipear engendra la tercera
razón para escribir con una reliquia del ayer: la permanencia. Salvo las
palabras cinceladas en la piedra, pocos elementos duran más que la letra
escrita a máquina, ya que la tinta queda físicamente estampada en cada fibra
del papel, no colocada sobre la superficie como ocurre con un documento impreso
con láser o la IBM de la “bochita”, que desplazó a la máquina de escribir.
Nadie tira a la basura cartas
escritas a máquina porque son obras de arte gráfico con una singularidad
similar a las huellas digitales, pues no hay dos máquinas de
escribir manuales que escriban exactamente igual.
La máquina también puede durar
tanto como las rocas de Stonehenge.
Son objetos hechos de acero y fueron concebidos para recibir una
paliza, y lo hacen. La Underwood de mi padre, comprada justo después de la
guerra para su único año en la universidad, tenía algunas teclas tan gastadas
por sus dedos castigadores que estaban deformadas y borradas.
Todavía la tengo y funciona.
En el año 2013, todavía las cintas se pueden re-entintar y se
podría enviar una carta escrita a máquina cada día, siempre que la máquina de
escribir sobreviva junto con la producción de papel.
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