El rastreador
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martes, 30 de julio de 2013
Un General en la Biblioteca
En Panduria, nación ilustre, una sospecha se insinuó un día en la mente de los altos oficiales: la de que los libros contenían opiniones contrarias al prestigio militar. En realidad, de procesos y encuestas se desprendía que esta costumbre ya tan difundida de considerar a los generales como gente que también puede equivocarse y aun provocar desastres, y las guerras como algo a veces diferente de las radiantes cabalgatas hacia destinos gloriosos, era compartida por gran cantidad de libros modernos y antiguos, pandurrios y extranjeros.
El Estado Mayor de Panduria se reunió para hacer un balance de la situación. Pero no sabían por dónde empezar, porque en materia de bibliografía ninguno de ellos era muy ducho. Se nombró una comisión investigadora, al mando del general Fedina, oficial severo y escrupuloso. La comisión examinaría todos los libros de la biblioteca más grande de Panduria.
Estaba esta biblioteca en un antiguo palacio lleno de escaleras y columnas, desconchado y decrépito por aquí y por allá. Sus frías salas estaban atestadas de libros, repletas, en parte impracticables; sólo los ratones podían explorarlas en todos sus rincones. El presupuesto del Estado pandurio, sobrecargado con ingentes gastos militares, no podía proporcionar ninguna ayuda. Los militares tomaron posesión de la biblioteca una mañana lluviosa de noviembre. El general se apeó de su caballo, retacón, sacando pecho, con su gruesa nuca afeitada, las cejas fruncidas sobre el pincenez; de un automóvil bajaron cuatro tenientes larguiruchos, el mentón alto y los párpados bajos, cada uno con su portafolios en la mano. Después venía una cuadrilla de soldados que acamparon en el antiguo patio con mulos, balas de heno, tiendas, cocinas, radios de campaña y estandartes.
Se pusieron centinelas en las puertas y un cartel que prohibía la entrada, «debido a las grandes maniobras y mientras duraran las mismas». Era un expediente para que la investigación se pudiera realizar en el mayor secreto. Los estudiosos que solían llegar a la biblioteca todas las mañanas, con los abrigos puestos, bufandas y pasamontañas para no congelarse, tuvieron que volverse atrás. Perplejos, se preguntaban:
-¿Cómo?, ¿grandes maniobras en una biblioteca? ¿No irán a desordenarla? ¿Y la caballería? ¿Y harán también ejercicios de tiro?
Del personal de la biblioteca sólo quedó un viejecito, el señor Crispino, reclutado para que explicase a los oficiales la localización de los volúmenes. Era un tipo bajito, con el cráneo calvo como un huevo y ojos como cabezas de alfiler detrás de las gafas con patillas.
El general Fedina se preocupó ante todo de la organización logística, porque las órdenes eran que la comisión no saliera de la biblioteca antes de haber llevado a su término la investigación; era un trabajo que requería concentración y no debían distraerse. Se procuraron suministros de víveres, alguna estufa del cuartel, una provisión de leña, a la que se añadió alguna colección de viejas revistas consideradas poco interesantes. Nunca había hecho tanto calor en la biblioteca en aquella estación. En lugares seguros, rodeados de trampas para los ratones, se colocaron los catres donde el general y sus oficiales dormirían.
Después se procedió a la adjudicación de las tareas. Se asignó a cada uno de los tenientes determinada rama del saber, determinados siglos de historia. El general controlaría la clasificación de los volúmenes y los sellos diferentes aplicados según el libro fuera declarado legible para los oficiales, los suboficiales, la tropa, o bien denunciado al Tribunal Militar.
Y la comisión comenzó su servicio. Todas las noches la radio de campaña transmitía el informe del general Fedina al comando supremo. «Examinados, tantos volúmenes. Considerados sospechosos, tantos.» Rara vez aquellas frías cifras iban acompañadas de alguna comunicación extraordinaria: la petición de un par de gafas de présbita para un teniente que había roto las suyas, la noticia de que un mulo se había comido un raro códice de Cicerón que había quedado sin custodia.
Pero iban madurando acontecimientos de mucha mayor importancia, de los que la radio de campaña no transmitía noticias. La selva de libros, antes que ralear, parecía cada vez más enmarañada e insidiosa. Los oficiales se habrían perdido si no hubiese sido por la ayuda del señor Crispino. Por ejemplo, el teniente Abrogati se ponía de pie como movido por un resorte y arrojaba sobre la mesa el volumen que estaba leyendo:
-¡Pero es inaudito! ¡Un libro sobre las guerras púnicas que habla bien de los cartagineses y crítica los romanos! ¡Hay que hacer en seguida la denuncia!
(Es preciso decir que los pandurrios, con razón o sin ella, se consideraban descendientes de los romanos.) Con paso silencioso en sus pantuflas afelpadas, se le acercaba el viejo bibliotecario.
-Y eso no es nada -decía-. Lea aquí, siempre sobre los romanos, lo que se escribe, podrá dejar constancia en el informe también de esto. Y esto, y esto -y le sometía una pila de volúmenes.
El teniente empezaba a hojear los volúmenes, nervioso, después, más interesado, leía, tomaba notas. Y se rascaba la cabeza, farfullando:
-¡Demonios! ¡Pero cuántas cosas se aprenden! ¡Quién lo hubiera dicho!
El señor Crispino se desplazaba hacia el teniente Lucchetti que cerraba un tomo con furia, diciendo:
-¡Muy bonito! Aquí tienen el coraje de expresar dudas sobre la pureza de los ideales de las Cruzadas! ¡Sí señor, de las Cruzadas! Y el señor Crispino, sonriendo:
-Ah, mire que, si tiene que hacer un informe sobre ese tema, puedo sugerirle algún otro libro donde encontrará más detalles, -y le bajaba medio anaquel.
El teniente Lucchetti arremetía y durante una semana se lo oía hojear y murmurar:
-¡Pero hay que ver, estas Cruzadas, qué historia!
En el comunicado vespertino de la comisión, la cantidad de libros examinados era cada vez mayor, pero ya no se transmitía ningún dato sobre los veredictos positivos o negativos. Los sellos del general Fedina quedaban sin usar. Si, tratando de controlar el trabajo de los tenientes, preguntaba a uno de ellos: « ¿Pero cómo has dejado pasar esta novela? ¡La tropa queda mejor parada que los oficiales! ¡Es un autor que no respeta el orden jerárquico!», el teniente le contestaba citando otros autores enredándose en razonamientos históricos, filosóficos y económicos. Se producían discusiones generales que duraban horas y horas. El señor Crispino, silencioso en sus pantuflas, casi invisible con su guardapolvo gris, intervenía siempre en el momento justo, con un libro que a su entender contenía detalles interesantes sobre el tema en cuestión, y que siempre producía el efecto de poner en crisis las convicciones del general Fedina.
Entre tanto los soldados poco tenían que hacer y se aburrían. Uno de ellos, Barabasso, el más instruido, pidió a los oficiales un libro para leer. Quisieron darle sin más uno de los pocos que ya habían sido declarados legibles para la tropa; pero pensando en los miles de volúmenes que aún quedaban por examinar, al general no le pareció bien que las horas de lectura del soldado Barabasso fueran horas perdidas para los fines del servicio, y le dio un libro que estaba por examinar, una novela que parecía fácil, aconsejada por el señor Crispino. Una vez leído, Barabasso debía informar al general.
Otros soldados también pidieron y consiguieron lo mismo. El soldado Tommasone leía en voz alta a un camarada analfabeto, y éste daba su parecer. En las discusiones generales empezaron a participar también los soldados.
Sobre la consecución de los trabajos de la comisión no se conocen muchos detalles: lo que sucedió en la biblioteca durante las largas semanas invernales no fue objeto de informe. El hecho es que al Estado Mayor de Panduria llegaban cada vez menos informes radiofónicos del general Fedina, hasta que llegó el momento en que dejaron de llegar por completo. El comando supremo empezó a alarmarse; transmitió la orden de concluir la investigación cuanto antes y de presentar una relación exhaustiva.
La orden llegó a la biblioteca cuando en el alma de Fedina y de sus hombres luchaban sentimientos encontrados: por un lado descubrían a cada momento nuevas curiosidades que satisfacer, iban tomando gusto a aquellas lecturas y aquellos estudios como jamás lo hubieran imaginado; por otro lado no veían la hora de volver con las gentes, de retomar contacto con la vida que les parecía ahora mucho más compleja, casi renovada ante sus ojos; y por otro más, al acercarse el día en que deberían abandonar la biblioteca, se sentían llenos de aprensión, porque debían rendir cuentas de su misión, y con todas las ideas que les brotaban en la cabeza ya no sabían cómo salir del atolladero.
Por la noche miraban desde los vitrales los primeros brotes en las ramas iluminadas por el crepúsculo, y las luces de la ciudad que se encendían, mientras uno de ellos leía en voz alta los versos de un poeta. Fedina no estaba con ellos: había dado orden de que lo dejaran solo en su mesa, porque debía redactar la relación final. Pero de vez en cuando se oía sonar la campanilla y la voz que llamaba: « ¡Crispino! ¡Crispino!». No podía seguir adelante sin la ayuda del viejo bibliotecario, y terminaron por sentarse a la misma mesa y redactar juntos la relación.
Por fin una buena mañana la comisión salió de la biblioteca y fue a informar al comando supremo; y Fedina ilustró los resultados de la investigación delante del Estado Mayor reunido. Su discurso fue una especie de compendio de la historia de la humanidad, desde los orígenes hasta nuestros días, en la que todas las ideas más indiscutibles para los bien pensantes de Panduria eran criticadas, las clases dirigentes denunciadas como responsables de las desventuras de la patria, el pueblo exaltado como víctima heroica de guerras y políticas equivocadas. Fue una exposición un poco confusa, con afirmaciones a menudo simplistas y contradictorias, como ocurre a quien ha abrazado hace poco nuevas ideas. Pero sobre el significado general no cabían dudas. La asamblea de los generales de Panduria palideció, desencajó los ojos, recuperó la voz, gritó. El general no pudo terminar siquiera. Se habló de degradación, de proceso. Después, por temor a escándalos más graves, el general y los cuatro tenientes fueron declarados en retiro por motivos de salud, debido a «un grave agotamiento nervioso contraído durante el servicio». Vestidos de paisano, se los veía entrar a menudo, con sus abrigos y arropados para no congelarse, en la vieja biblioteca donde los esperaba el señor Crispino con sus libros.
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