Cuando aquella vasta isla que los antiguos llamaban Atlántida comenzó a
hundirse en el océano, los más sagaces de sus habitantes decidieron embarcarse
y mudarse a otro continente. Lamentablemente sus barcos eran pequeños y bastó
una sola tempestad para tragarse a todos los emigrantes. Pero la gran mayoría
de los atlánticos se habían quedado en la isla; de hecho, todas las profecías
preveían un gradual relevamiento del nivel de las tierras, y los isleños, como
sucede a menudo, creían más en las profecías que en la realidad de lo que veían
con los ojos y tocaban con la mano. Por eso, inundadas las llanuras costeras y
amenazadas por las olas las primeras colinas, los periódicos atlánticos
continuaban alentando a la población: "Hemos tenido una nueva
confirmación, venida de las más altas esferas científicas de la isla, de que
está prevista la progresiva elevación de la plataforma continental atlántica,
cuyo movimiento parece haber sido tan repentino que ha arrastrado consigo las
aguas del océano; esto explica el hecho de que éstas hayan alcanzado en algunas
localidades un nivel falsamente preocupante. En la espera del retorno, sin duda
inminente de las aguas geológicamente impelidas, los habitantes y animales
sobrevivientes se han refugiado en las montañas que rodean a la capital. El
gobierno ha tomado las medidas apropiadas para evitar este temporario peligro,
mediante oportunos diques y barreras, mientras los sacerdotes amorosamente se
ocupan de bendecir los restos flotantes".
Más subían las aguas, más optimistas se volvían los comunicados
distribuidos por las agencias de noticias, más inminente era declarado el
reflujo de la marea, con la consiguiente adquisición por parte del patrimonio
nacional de nuevas e ilimitadas extensiones de tierra enriquecida por el fértil
humus de milenios de vida submarina. Por eso nadie hizo nada, y cuando el
último habitante, que era justamente el presidente del consejo, se encontró en
la cima de la más alta montaña del país, con el agua al pecho, se oyó decir a
los ministros que flotaban en torno suyo, cada uno aferrado a su propio
escritorio: "Valor, excelencia, lo peor ya pasó".
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