El imaginaria camina entre las sombras que proyecta la doble hilera de camas
ergarzadas unas sobre otras, va y viene por los pasillos, avanza entre las
cabeceras de fierro con barrotes que parecen rejas y los cofres, que andá a
saber por qué se los llama cofres si son armarios sin puertas adosados a las
paredes laterales de la cuadra, con los estantes al descubierto, mostrando
apiladas, en orden, las cosas de cada soldado. La noche es el momento propicio
para reponer la caramañola que te desapareció. La noche es también el momento
del descanso, pero se diría que se asemeja más a una tregua en la que quizá
puede recuperarse el cuerpo pero no el alma. Porque al dormirte sos succionado
por ese sueño laberíntico y pantanoso que repite las penurias del día. Te deslizás
resbalando en ese abismo, cayendo y cayendo, con el vértigo secándote la
lengua, sin poder agarrarte de nada. A veces, el imaginaria se frena y mira
entre los barrotes de una cama a un soldado, que, como vos, ahoga el grito de
la pesadilla. A veces, espía el jadeo y el sube y baja de un cuerpo bajo las
frazadas. A veces se regocija cortándole la paja a alguno. A veces, se acerca a
un insomne y se parapeta conversando con él en voz muy baja, y cuanto más baja
más se escucha en el silencio, se pasan el cigarrillo, y la brasa es una
luciérnaga roja que se aviva, en la penumbra, con cada pitada.
El mejor turno de imaginaria es el primero. Después, le
pegás al sueño de corrido. El último tampoco es malo. Sólo que después tenés
que aguantar todo el día cabeceando, con los párpados que se te cierran, el
cansancio pesándote en los reflejos y en la espalda. El peor turno es el
penúltimo. Te corta la noche Y cuesta después volver a dormirse. Apenas
cerraste los ojos, el silbato a diana te astilla el cerebro. Te incorporás en
cámara lenta. Y todo el día será la antesala gomosa de esos milagrosos minutos
en que vas a poder tirarte a descansar lejos del alcance de las órdenes.
Trabajés en el taller de mantenimiento, en un depósito o en una oficina, vas a
estar a la caza de esos minutos en los que te vas a tirar en el piso, o sentado
vas a cruzar los brazos sobre las rodillas encogidas, apoyando la frente
afiebrada para recobrar los fragmentos del sueño perdido en la noche. Si
aprovechás esos paréntesis, bastan unos minutos de sueño para sentir, cuando te
despertás, que te cambió momentáneamente la sangre.
Pero si hay una imaginaria que todos quieren escabullir es
la imaginaria en las muleras. Te subís las solapas del capote, te abrochás las
orejeras del pasamontaña bajo la mandíbula y, con las manos congeladas en los
bolsillos, atravesás el regimiento envuelto en la luz fantasmal de la nieve y
trepás la escarpa hacia los establos. Hay cerca de ochenta mulas en cada
establo. Están separadas por una larga división de madera con comederos a ambos
lados. Una sola lamparita, en la entrada, queda encendida toda la noche.
Todavía perdura en tu boca pastosa la saliva caliente del sueño. Pero no podés
aflojar a la tentación de acurrucarte sobre unos fardos. En la tiniebla del
establo, te encaramás por encima de los comederos y, con la ayuda de un palo,
desparramás unos golpes sin ganas sobre los lomos inquietos. Si una mula se
cae, las otras la patean. Una mula muerta es señal de que te dormiste en tu
turno de imaginaria. Además, pensá, primero te van a masacrar en un baile,
después te vas a comer el calabozo. Y, cuando salgas, seguirán las
complicaciones de un sumario, te pondrán la mula a cargo y hasta que no
terminen de descontártela del sueldo que nunca cobrás no te van a largar de
baja. Te despabilás, descargás la bronca con el palo golpeando aquí y allá
cuellos y ancas. Eso sí, no pierdas el equilibrio, no trastabilles.
"Sooooo". Y otro palazo.
Ahora el imaginaria de la cuadra se repliega en el fondo del
galpón y, desde ese ángulo, contempla la perspectiva de patas y barrotes
metálicos. La doble hilera de camas, con sus líneas verticales, imita una
avenida tenebrosa con jaulas en vez de casas. Al imaginaria le sugiere el
corredor de un penal. Escucha el silencio. Es una marea sorda y densa que anega
sus oídos. A medida que camina por la cuadra pasa junto al rumor de una
respiración acatarrada, un ronquido, un lamento, una tos. El imaginaria es una
sombra entre las sombras. Puede estar a los pies de tu cama o en el otro
extremo de la cuadra. Su olor es el tuyo, así como el olor de los otros es
también tu olor. Un vaho tibio en el que se confunden sudores, alientos,
flatulencias y poluciones. La tela áspera de la bolsa de rancho tiene el mismo
olor nauseabundo que las frazadas. El mismo olor tiene tu camiseta que tu
almohada. Y el mismo olor rancio exhalan los borceguíes cuando te los sacás.
Afuera nieva. Y mientras siga nevando, ni miras de bañarse. Ya perdiste la
cuenta del tiempo que llevás sin bañarte. Por lo menos, un mes y pico. Toda la
higiene de la compañía se circunscribe a enjuagarse caras y manos con agua
helada en los piletones. Los calzoncillos largos se paran solos de la mugre que
tienen. Alrededor de las braguetas, la frisa vacila entre el ocre y el marrón.
A algunos, la roña se le ha vuelto un musgo blanquecino alrededor del glande.
Pero, cuando viene la noche, el agotamiento puede más que la mugre y los
piojos. Nadie se gasta en rascarse. Los cuerpos se abandonan extenuados y
comienzan a bracear en el barro cálido del sueño. En las sombras, la sombra del
imaginaria revisa un cofre y saca algo.
–¿Qué hacés, loco?–murmura un soldado, detrás, en una de las
camas de abajo.
–Me pareció que había una rata.
–Si me llega a faltar algo mañana te rompo el culo.
El imaginaria debe estar alerta y velar por el descanso de
sus camaradas. Mis camaradas, piensa. Y se pregunta qué tiene él en común con
el polaco Wasilevsky, ese al que nadie pasa ni cinco de bola porque estuvo
preso por robo y estupro, básicamente, por la violación. O con el Topo, que
traficaba cocaína en Monte Grande. O con Almirón, ese peón de estancia que se
coje una oveja con la misma satisfacción que te rompe las falanges en una
pulseada. Al caminar entre las camas, entre los cuerpos entregados al letargo,
el imaginaria se demora en cada cama, constata quién duerme arriba y quién
duerme abajo y se acuerda de sus nombres, de los datos que cada uno suministra
sobre su historia y, comprueba de pronto que está solo en la noche, solo en el
mundo, librado a su suerte y a la lucidez precaria del insomne. Por un
instante, estar despierto le confiere una cierta superioridad. Es un pariente
de Dios auscultando estos destinos entregados a sus sueños. Este poder es
efímero. Y no le atenúa sentirse más solo que nadie en la tierra. Sus
pensamientos se contagian de una melancolía punzante. Puede sentirla anudándole
la garganta. Tiene un vacío en el estómago. Puede ser desesperación. Pero
también es probable que sea hambre.
Durante un rato se queda quieto, atisbando, hundido en sus
ideas. Pero ahora vuelve a caminar, sigiloso. Porque el imaginaria, además de
velar por el descanso de sus camaradas, tiene que registrar cualquier novedad e
informarla. Pero no habrá ninguna novedad. A ningún soldado le conviene que se
produzca una novedad en su imaginaria. De modo que sigue deslizándose entre las
sombras con la cautela nerviosa de un gato, estudiando la oportunidad para
conseguir antes del fin de su turno, ese cuchillo que le desapareció.