Hace ya muchos años leí unas memorias de infancia de Walter Benjamín, en las que el filósofo se quejaba de que en las ciudades modernas no había sitios donde perderse. Yo podría contradecirlo en una multitud de ocasiones. Sin ir más lejos, el 31 de diciembre de 2005, por la tarde. Debía retirar una encomienda de una sucursal que la aduana tiene sobre la calle Comodoro Py. Decidí caminar y en un momento descubrí que las calles y las veredas dejaban de resultarme familiares. No me refiero a sus nombres y numeraciones, que jamás he logrado memorizar ni intuir, sino a la mera forma del paisaje. Retiro, como Colegiales, o la calle Florida, poseen una estructura, una escenografía, una forma de ser. Y de pronto me hallaba en un descampado como aquel paraje ignoto en el que caen los tripulantes de Dimensión Desconocida. Di vueltas en círculo, pregunté sin suerte y, poco antes de que se me venciera el horario de pasar a retirar el paquete, caí como empujado en un bar desde el que se veía el puerto, con tantas puertas y ventanas, todas abiertas, que las mesas parecían a la intemperie. El mozo se me acercó solícito y le pedí un café. Al instante me trajo un jugo de naranja exprimido.
Lo miré extrañado y le pregunté si era recién exprimido. Cuando me respondió afirmativamente, repliqué: -Pero yo pedí café.
-A mí no -me contradijo-. Se lo pidió a mi hermano. Le traje el jugo porque lo vi acalorado.
Miré al hermano, que vestía la misma ropa, y la misma cara. En la caja, atendía un hombre con distinta ropa pero la misma cara.
-¿Cuántos son? -pregunté, algo asustado.
-Trillizos -contestó el mozo que no había hablado.
Asentí y pregunté si sabían dónde era el sitio de la aduana. Me señalaron inequívocamente el camino, pero me pareció que ya era tarde. Entonces entró un vendedor ambulante de pirotecnia. Supongo que ese tipo de venta no está permitido. Los tres hermanos lo miraron con evidente desaprobación, y el de la caja le espetó: -Hágase un favor y devuelva esas porquerías.
El vendedor se marchó con palabras poco amables.
Como me habían regalado un jugo de naranja recién exprimido, comenté: -A mí tampoco me gusta la pirotecnia.
El mozo del café me trajo una pequeña caja de mimbre y me invitó con un gesto a abrirla. El bar estaba lleno de sorpresas. No fue la menor encontrar un petardo en el interior de la caja de mimbre.
-¿Qué significa? -pregunté.
-Es un petardo que no explotó- explicó el trillizo de la caja.
-Lleva 15 años sin explotar -agregó el mozo del jugo.
-¿Pero cuántas veces lo intentaron? -consulté.
-Sólo en 1990 -informó el tercero- Pero cada año cuenta.
-Tenía que retirar un libro con 101 cuentos prologados por Somerset Maugham -apunté-. Pero tengo la impresión de que con esta historia serán 102 y valdrá la pena el haberme perdido.
-Somos italianos de nacimiento -dijo el cajero-, en la guerra, la Segunda, quedamos del lado de los partisanos. Cuando llegaron los aliados, luchamos junto a los norteamericanos. En un bosque, mi hermano Victorino (señaló al mozo del jugo) vio como caía una granada en el medio de los tres, y se lanzó sobre ella para salvarnos. La granada no explotó. Pero Victorino intentó dar su vida por la nuestra. Remo (señaló al mozo al que le había pedido el café) y yo pasamos el resto de nuestra vida tratando de recompensarlo. Acá como nos ve, compartimos 80 años. Pero hasta hace quince, Victorino era el dueño del bar, y Remo y yo sus mozos. Nunca hubo dudas al respecto: todo lo que pudiéramos hacer por él era poco. Sin embargo, hace quince años, el nieto de Victorino, que por entonces tenía cinco años, se apareció en el jardín de la casa con un petardo encendido en la mano. Estábamos los tres tomando vermú, un 31 de diciembre como hoy, de 1990, con nuestras hijas y yernos, y de pronto aparece el pibe con el petardo encendido en la mano.
-¿Cómo ocurrió? -Suponemos que lo levantó del suelo -se apuró a detallar Victorino-. Mi casa en Colegiales es con jardín y los pibes andaban sueltos.
-Pero no explotó -remató Rómulo, el narrador.
-No explotó -repetí.
-No explotó -repitió Remo.
-Se le apagó en la mano como si lo soplara un ángel -describió Victorino-. Entonces le dije a mis hermanos que la deuda había terminado, y que el bar sería de los tres y compartiríamos igualitariamente el trabajo. Después de todo, habíamos caído del lado de los partisanos. ¿No es cierto? No pude contestar porque entró un muchacho de unos veinte años. Era buen mozo como Vittorio Gassman. Llamó “abuelo” a Victorino y le preguntó si pasaba a buscarlos con la camioneta para llevarlos a Colegiales. Los tres asintieron al unísono.
El rastreador
El rastreador recorre bibliotecas concretas y virtuales buscando esos textos que alguna vez tenemos que leer.
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