¿Qué juré yo, y a quien, ese 25 de mayo oscuro y ventoso, de rodillas, la mano derecha sobre el hombro de Saavedra?
¿Juré, ese día oscuro y ventoso, que galoparía desde Buenos Aires hasta una serranía cordobesa, al frente de una partida de hombres furiosos y callados, y que desmontaría, cubierto de polvo, esa mañana helada como el infierno, con el intolerable presentimiento de que habíamos irrumpido, demasiado temprano, en el escenario de la historia, y miraría, sin embargo, a Liniers, envueltos él y yo en una niebla helada como el infierno, y le escucharía, de pie, arrogante, reír e insultarme, y escucharía, en una niebla helada como el infierno, a los hombres que me acompañaron desde Buenos Aires, furiosos y callados, amartillar sus fusiles, y me vería a mí mismo, cubierto de polvo en una niebla helada como el infierno, encender un cigarro, decir dénles aguardiente, y dar la espalda a Liniers que, de pie, arrogante, se reía y me insultaba, e insultaba a los que, con él, se alzaron contra la Revolución, y que en
esa mañana helada como el infierno, suplicaban, babeándose, moqueando, volteando lo que no tenían en las tripas, que no los mataran?
¿Juré que no vería, furioso y callado, yo, a quien se llamó el orador de la revolución, a las partidas de perros negros, que devoran a los indios que escapan de las minas de oro, de sal, de plata; juré que no escucharía el murmullo que viene de las minas de oro, de sal, de plata, de las cocinas y galerías de los señores del Norte, ese murmullo opaco y fascinado que se desprende de bocas raídas por una vejez prematura, de una carne expiatoria y condenada al
saqueo y al infinito silencio de Dios, y que dibuja el aullido del perro negro, como se dibujan los mitos, y detrás, tenaz e inaccesible como los mitos, al patrón de la bestia y del infinito silencio de Dios, y también la carne sacrificada, rasgada, herida, por los colmillos insaciables; juré que yo no vería, yo que tuve un corazón docilísimo, los potros del tormento, y los caballos despanzurradores, y a las damas que, de pie en altos balcones de ciudades de piedra, tomaban chocolate en cónicas tazas de plata, y apreciaban la hermosa musculatura de los caballos despanzurradores, a cuyas cinchas, monturas, estribos, estaban atadas las manos y los tobillos de subversivos del orden público, según escribió José Manuel Goyeneche, sudamericano, grande de España, y que morirá en olor de santidad, para que los patrones de los perros negros no olviden, jamás, la filiación de los que se sublevan contra el saqueo?
¿Juré yo, de rodillas, la mano derecha en el hombro derecho de Saavedra, que no vería las partidas de perros negros, los potros del tormento, el acabado perfecto de la musculatura de los caballos despanzurradores, y que si mis ojos llegaban a ver las partidas de perros negros, los potros del tormento, el acabado perfecto de la musculatura de los caballos despanzurradores, mi corazón, que fue docilísimo, con la misma levedad que los filósofos provincianos exponen la inconsistencia del mundo, borraría, de los ojos que vieron, a la partida de perros negros, los potros del tormento, el acabado perfecto de la musculatura de los caballos despanzurradores, y la apreciación, por las damas –madres, esposas, hijas, hermanas, mantenidas, de los dueños de los perros negros–, del acabado perfecto de la musculatura de los caballos despanzurradores, mientras tomaban chocolate, de pie en altos balcones de piedra, apreciación que incluía el rápido, cada vez más rápido, cada vez más rápido paso de los caballos despanzurradores, de cabezas finas, uno hacia el Norte, uno hacia el Sur, uno hacia el Este, uno hacia el Oeste, llevándose, cada caballo despanzurrador, de cabeza fina, ojos desorbitados y lomo sudoroso, uno hacia el Norte, uno hacia el Sur, uno hacia el Este, uno hacia el Oeste, un pedazo de hueso y carne del subversivo del orden público atado a la cincha, la montura, el estribo?
¿Juré, en un día oscuro y ventoso de mayo que, al igual que Vieytes y Ocampo, según leí en una carta de Moreno, que respetaron los galones de los dueños de los perros negros, cagándose en las estrechísimas órdenes de la Junta, me cagaría, yo, enviado de la Junta en el ejército del Alto Perú, en las estrechísimas órdenes de la Junta, y predicaría la reconciliación con los dueños de los perros negros, o juré que, absorto, poseído, me tocaría los ojos, la boca, las mejillas, como un actor que, en el escenario, va más lejos de lo que representa, más lejos que su propia sombra, y absorto, poseído, furioso y callado, firmaría la orden de muerte para el mariscal Nieto, para el gobernador Sanz, para el capitán de marina José de la Córdova, para todos esos ondeadores de banderas negras y calaveras y tibias en las banderas negras?
¿Juré, de rodillas en la sala capitular del Cabildo, que no iría más lejos que mi propia sombra, que nunca diría ellos o nosotros?
Juré que la Revolución no sería un té servido a las cinco de la tarde.
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