El rastreador
El rastreador recorre bibliotecas concretas y virtuales buscando esos textos que alguna vez tenemos que leer.
domingo, 9 de mayo de 2010
Tentación
Ella tenía hipo. Y como si no bastara la claridad de las dos de la tarde, era pelirroja. En la calle vacía, las piedras vibraban de calor: la cabeza de la chiquilla llameaba. Sentada en los escalones de su casa, lo soportaba. Nadie en la calle, sólo una persona esperando inútilmente en la parada del tranvía. Y como si no bastara su mirada sumisa y paciente, el hipo la interrumpía a cada momento, sacudiendo el mentón que se apoyaba amoldado en la mano. ¿Qué hacer con una chica pelirroja con hipo? Nos miramos sin palabras, desaliento contra desaliento. En la calle desierta ninguna señal de tranvía. En una tierra de morenos, ser pelirrojo era una involuntaria rebelión. ¿Qué importaba si un día futuro su marca iba a hacerla erguir insolente una cabeza de mujer? Por ahora estaba sentada en un escalón centelleante de la puerta, a las dos de la tarde. Lo que la salvaba era un monedero viejo de señora, con la cremallera rota. Lo aseguraba con un amor conyugal ya acostumbrado, apretándolo contra las rodillas. Fue entonces cuando se aproximó a su otra mitad en este mundo, un hermano de Grajaú. La posibilidad de comunicación surgió en el ángulo caliente de la esquina, acompañando a la señora, y encarnada en la figura de un can. Era un basset lindo y miserable, tierno bajo su fatalidad. Era un basset pelirrojo. Allá venía él trotando, delante de la dueña, arrastrando su largura. Desprevenido, acostumbrado, perro. La chica abrió los ojos asombrada. Suavemente avisado, el perro se paró delante de ella. Su lengua vibraba. Ambos se miraban. Entre tantos seres que están preparados para volverse dueños de otro ser, allí estaba la chica que había venido al mundo para tener aquel perro. Él se estremecía con suavidad, sin ladrar. Ella lo miraba bajo los cabellos, fascinada, seria. ¿Cuánto tiempo estaba pasando? Un gran hipo desafinado la sacudió. Él ni siquiera tembló. También ella pasó por encima del hipo y continuó mirándolo fijamente. Los pelos de ambos eran cortos, rojizos. ¿Qué fue lo primero que se dijeron? No se sabe. Tan sólo se sabe que se comunicaron rápidamente, porque no había tiempo. Se sabe también que sin hablar se pedían. Se pedían con urgencia, intrigados, sorprendidos. En medio de tanta vaga imposibilidad y de tanto sol, allí estaba la solución para la chica pelirroja. Y en medio de tantas calles para ser trotadas, de tantos perros más grandes, de tantos desagües secos, allá estaba una chica como si fuera carne de su pelirroja carne. Se miraban profundos, entregados, ausentes de Grajaú. Un instante más y el sueño suspendido se rompería, cediendo tal vez a la gravedad con que se pedían. Pero ambos estaban comprometidos. Ella, con su infancia imposible, el centro de la inocencia que solamente se abriría cuando fuera una mujer. Él, con su naturaleza aprisionada. La dueña estaba impaciente bajo la sombrilla. El basset pelirrojo finalmente se desprendió de la chica y salió sonámbulo. Ella quedó perpleja, con el acontecimiento en las manos, en una mudez que ni su padre ni su madre comprenderían. Lo acompañó con los ojos negros que apenas creían, doblada sobre el monedero y las rodillas, hasta verlo doblar la otra esquina. Pero él fue más fuerte que ella. Ni una sola vez miró hacia atrás.
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