Cuando en el colegio le pedían que dibujara a su padre, Clara siempre lo pintaba de color malva, con orejas puntiagudas, tentáculos en vez de brazos, y arrastrando una enorme maleta de cartón. El padre de Clara era un alienígena que pasaba la mayor parte del tiempo viajando, yendo y viniendo de un lado a otro de la galaxia a causa de su trabajo. Había sido durante uno de aquellos viajes estelares, en el que había hecho escala en la Tierra cuando, a pesar de su falta de bagaje en el trato carnal con humanas, había dejado preñada a Prosperidad Linares, la madre de Clara. Sor Asunción, su profesora, terminó por aceptar con resignación aquella historia, tras múltiples e infructuosos intentos por disuadirla, y no sin vergüenza colgaba su dibujo en el tablón el día del fundador, junto al de los demás niños, que al menos en apariencia tenían padres humanos, porque desde que había oído que los visitantes del espacio podían infiltrarse entre nosotros asumiendo nuestro aspecto la monja ya no se atrevía a poner la mano en el fuego, especialmente por el profesor de matemáticas.
Pero aquellos dibujos, en los que la niña aparecía cogida de uno de los tentáculos del extraterrestre, no hacían sino reflejar la tristeza que abrumaba a Clara: estaba a punto de cumplir once años y todavía no había conocido a su padre. A veces, su madre la encontraba en el jardín, observando el cielo con melancolía, y sentándose a su lado le rogaba que tuviera paciencia, pues, aunque lo pareciera, su padre no las había abandonado. Entonces le explicaba que, a pesar de las potentes naves con las que los alienígenas surcaban el espacio, los viajes siderales duraban decenas de años, tanto era así, que su padre debía realizarlos sumergido en un tanque congelante que lo escondía del manoseo del tiempo. Pero de una cosa podía estar segura: él volvería, porque en todos estos años nunca había dejado de quererlas. ¿Acaso no sentía ella la mirada cariñosa de su padre llegándole desde el firmamento, rebujada con la lluvia de estrellas? ¿Acaso no escuchaba los versos de amor que él le recitaba, bajando la voz para evitar que la registrasen los programas de SETI? La niña asentía y se dejaba abrazar por su madre, que sonreía ensimismada imaginando que sobre el fuselaje del Pionero 10, aquel chisme que la Nasa había arrojado al espacio, un tentáculo malva había grabado un corazón con dos iniciales. Luego ambas permanecían en silencio, observando un puntito olvidado en la negrura fría del espacio, el planeta donde su padre tenía un pequeño adosado al que pronto se mudarían.
Para hacer menos dolorosa tan larga espera, Clara se dedicaba a leer una y otra vez la entrevista en la que su madre contaba cómo conoció a su padre. Se trataba de un viejo recorte de la revista Nuevos Mundos que su madre había pegado en un álbum, y que comenzaba así: "Como muchos otros miembros de nuestra comunidad, Prosperidad Linares también ha protagonizado un contacto con extraterrestres. Esta cajera de treinta años nos abre las puertas de 'su casa para compartir con nuestros lectores la experiencia que le ha cambiado la vida".
A Clara le encantaba aquella entrevista. Lo que ya no le gustaba tanto era el artículo que había pegado a continuación, publicado el día siguiente a su nacimiento. "Descubierto el fraude: la mujer que aseguraba haber sido .fecundada por un extraterrestre ha dado a luz un bebé absolutamente humano". ¿Absolutamente humano? Estaba deseando que su padre regresara para aclarar aquel malentendido.