De Manuel Machado, en "Alma"
El ciego sol se estrella
en las duras aristas de las armas,
llaga de luz los petos y espaldares
y flamea en las puntas de las lanzas.
El ciego sol, la sed y la fatiga.
Por la terrible estepa castellana,
al destierro, con doce de los suyos,
-polvo, sudor y hierro- el Cid cabalga.
Cerrado está el mesón a piedra y lodo...
Nadie responde. Al pomo de la espada
y al cuento de las picas, el postigo
va a ceder... ¡Quema el sol, el aire abrasa!
A los terribles golpes,
de eco ronco, una voz pura, de plata
y de cristal responde... Hay un niña
muy débil y muy blanca,
en el umbral. Es toda
ojos azules; y en los ojos, lágrimas.
Oro pálido nimba
su carita curiosa y asustada.
“¡Buen Cid! Pasad... El rey nos dará muerte,
arruinará la casa
y sembrará de sal el pobre campo
que mi padre trabaja...
Idos. El Cielo os colme de venturas...
En nuestro mal ¡oh Cid! No ganáis nada.”
Calla la niña y llora sin gemido...
Un sollozo infantil cruza la escuadra
de feroces guerreros,
y una voz inflexible grita: “¡En marcha!”
El ciego sol, la sed y la fatiga.
Por la terrible estepa castellana,
al destierro, con doce de los suyos
-polvo, sudor y hierro-, el Cid cabalga.
El rastreador
El rastreador recorre bibliotecas concretas y virtuales buscando esos textos que alguna vez tenemos que leer.
miércoles, 27 de mayo de 2009
miércoles, 20 de mayo de 2009
El rastreador
Un texto de Domingo F. Sarmiento, del Facundo (Cap 2)
El más conspicuo de todos, el más extraordinario, es el rastreador. Todos los gauchos del interior son rastreadores. En llanuras tan dilatadas, en donde las senda y caminos se cruzan en todas direcciones, y los campos en que pacen o transitan las bestias son abiertos, es preciso saber seguir las huellas de un animal y distinguirlas de entre mil, conocer si va despacio o ligero, suelto o tirado, cargado o de vacío: esta es una ciencia casera y popular. Una vez caía yo de un camino de encrucijada al de Buenos Aires, y el peón que me conducía echó, como de costumbre, la vista al suelo: "Aquí va -dijo luego- una mulita mora muy buena . . .; ésta es la tropa de don N. Zapata . . ., es de muy buena silla . . ., va ensillada . . ., ha pasado ayer . . .". Este hombre venía de la Sierra de San Luis, la tropa volvía de Buenos Aires, y hacía un año que él había visto por última vez, la mulita mora, cuyo rastro estaba confundido con el de toda una tropa en un sendero de dos pies de ancho. Pues esto, que parece increíble, es, con todo, la ciencia vulgar; ¿éste era un peón de árrea, y no un rastreador de profesión.
El rastreador es un personaje grave, circunspecto, cuyas aseveraciones hacen fe en los tribunales inferiores. La conciencia del saber que posee le da cierta dignidad reservada y misteriosa. Todos le tratan con consideración: el pobre, porque puede hacerle mal, calumniándolo o denunciándolo; el propietario, porque su testimonio puede fallarle. Un robo se ha ejecutado durante la noche: no bien se nota, corren a buscar una pisada del ladrón, y encontrada, se cubre con algo para que el viento no la disipe. Se llama enseguida al rastreador, que ve el rastro y lo sigue sin mirar, sino de tarde en tarde, el suelo, como si sus ojos vieran de relieve esta pisada, que para otro es imperceptible. Sigue el curso de las calles, atraviesa los huertos, entra en una casa y, señalando un hombre que encuentra, dice fríamente: "íEste es!" El delito está probado, y raro es el delincuente que resiste a esta acusación. Para él, más que para el juez, la deposición del rastreador es la evidencia misma: negarla sería ridículo, absurdo. Se somete, pues, a este testigo, que considera como el dedo de Dios que lo señala. Yo mismo he conocido a Calíbar, que ha ejercido, en una provincia, su oficio, durante cuarenta años consecutivos. Tiene, ahora, cerca de ochenta años: encorvado por la edad, conserva, sin embargo, un aspecto venerable y lleno de dignidad. Cuando le hablan de su reputación fabulosa, contesta: "Ya no valgo nada; ahí están los niños". Los niños son sus hijos, que han aprendido en la escuela de tan famoso maestro. Se cuenta de él, que durante un viaje a Buenos Aires le robaron una vez, su montura de gala. Su mujer tapó el rastro con una artesa. Dos meses después, Calíbar regresó, vio el rastro, ya borrado e inapercibible para otros ojos, y no se habló más del caso.
Año y medio después, Calíbar marchaba cabizbajo por una calle de los suburbios, entra a una casa y encuentra su montura, ennegrecida ya y casi inutilizada por el uso. íHabía encontrado el rastro de su raptor, después de dos años! El año 1830, un reo condenado a muerte se había escapado de la cárcel. Calíbar fue encargado de buscarlo. El infeliz, previendo que sería rastreado, había tomado todas las precauciones que la imagen del cadalso le sugirió. íPrecauciones inútiles! Acaso sólo sirvieron para perderle, porque comprometido Calíbar en su reputación, el amor propio ofendido le hizo desempeñar con calor, una tarea que perdía a un hombre, pero que probaba su maravillosa vista. El prófugo aprovechaba todos los accidentes del suelo para no dejar huellas; cuadras enteras había marchado pisando con la punta del pie; trepábase en seguida a las murallas bajas, cruzaba un sitio y volvía para atrás; Calíbar lo seguía sin perder la pista. Si le sucedía momentáneamente extraviarse, al hallarla de nuevo, exclamaba: "íDónde te mi as dir!". Al fin llegó a una acequia de agua, en los suburbios, cuya corriente había seguido aquél para burlar al rastreador . . . íInútil! Calíbar iba por las orillas sin inquietud, sin vacilar. Al fin se detiene, examina unas yerbas y dice: "Por aquí ha salido; no hay rastro, pero estas gotas de agua en los pastos lo indican". Entra en una viña: Calíbar reconoció las tapias que la rodeaban, y dijo: "Adentro está". La partida de soldados se cansó de buscar, y volvió a dar cuenta de la inutilidad de las pesquisas. "No ha salido" fue la breve respuesta que sin moverse, sin proceder a nuevo examen, dio el rastreador. No había salido, en efecto, y al día siguiente fue ejecutado. En 1831, algunos presos políticos intentaban una evasión: todo estaba preparado, los auxiliares de fuera, prevenidos. En el momento de efectuarla, uno dijo: -"íCierto!" -contestaron los otros anonadados, aterrados-. íCalíbar! Sus familias pudieron conseguir de Calíbar que estuviese enfermo cuatro días, contados desde la evasión, y así pudo efectuarse sin inconveniente.
¿Qué misterio es éste del rastreador? ¿Qué poder microscópico se desenvuelve en el órgano de la vista de estos hombres? íCuán sublime criatura es la que Dios hizo a su imagen y semejanza!
El más conspicuo de todos, el más extraordinario, es el rastreador. Todos los gauchos del interior son rastreadores. En llanuras tan dilatadas, en donde las senda y caminos se cruzan en todas direcciones, y los campos en que pacen o transitan las bestias son abiertos, es preciso saber seguir las huellas de un animal y distinguirlas de entre mil, conocer si va despacio o ligero, suelto o tirado, cargado o de vacío: esta es una ciencia casera y popular. Una vez caía yo de un camino de encrucijada al de Buenos Aires, y el peón que me conducía echó, como de costumbre, la vista al suelo: "Aquí va -dijo luego- una mulita mora muy buena . . .; ésta es la tropa de don N. Zapata . . ., es de muy buena silla . . ., va ensillada . . ., ha pasado ayer . . .". Este hombre venía de la Sierra de San Luis, la tropa volvía de Buenos Aires, y hacía un año que él había visto por última vez, la mulita mora, cuyo rastro estaba confundido con el de toda una tropa en un sendero de dos pies de ancho. Pues esto, que parece increíble, es, con todo, la ciencia vulgar; ¿éste era un peón de árrea, y no un rastreador de profesión.
El rastreador es un personaje grave, circunspecto, cuyas aseveraciones hacen fe en los tribunales inferiores. La conciencia del saber que posee le da cierta dignidad reservada y misteriosa. Todos le tratan con consideración: el pobre, porque puede hacerle mal, calumniándolo o denunciándolo; el propietario, porque su testimonio puede fallarle. Un robo se ha ejecutado durante la noche: no bien se nota, corren a buscar una pisada del ladrón, y encontrada, se cubre con algo para que el viento no la disipe. Se llama enseguida al rastreador, que ve el rastro y lo sigue sin mirar, sino de tarde en tarde, el suelo, como si sus ojos vieran de relieve esta pisada, que para otro es imperceptible. Sigue el curso de las calles, atraviesa los huertos, entra en una casa y, señalando un hombre que encuentra, dice fríamente: "íEste es!" El delito está probado, y raro es el delincuente que resiste a esta acusación. Para él, más que para el juez, la deposición del rastreador es la evidencia misma: negarla sería ridículo, absurdo. Se somete, pues, a este testigo, que considera como el dedo de Dios que lo señala. Yo mismo he conocido a Calíbar, que ha ejercido, en una provincia, su oficio, durante cuarenta años consecutivos. Tiene, ahora, cerca de ochenta años: encorvado por la edad, conserva, sin embargo, un aspecto venerable y lleno de dignidad. Cuando le hablan de su reputación fabulosa, contesta: "Ya no valgo nada; ahí están los niños". Los niños son sus hijos, que han aprendido en la escuela de tan famoso maestro. Se cuenta de él, que durante un viaje a Buenos Aires le robaron una vez, su montura de gala. Su mujer tapó el rastro con una artesa. Dos meses después, Calíbar regresó, vio el rastro, ya borrado e inapercibible para otros ojos, y no se habló más del caso.
Año y medio después, Calíbar marchaba cabizbajo por una calle de los suburbios, entra a una casa y encuentra su montura, ennegrecida ya y casi inutilizada por el uso. íHabía encontrado el rastro de su raptor, después de dos años! El año 1830, un reo condenado a muerte se había escapado de la cárcel. Calíbar fue encargado de buscarlo. El infeliz, previendo que sería rastreado, había tomado todas las precauciones que la imagen del cadalso le sugirió. íPrecauciones inútiles! Acaso sólo sirvieron para perderle, porque comprometido Calíbar en su reputación, el amor propio ofendido le hizo desempeñar con calor, una tarea que perdía a un hombre, pero que probaba su maravillosa vista. El prófugo aprovechaba todos los accidentes del suelo para no dejar huellas; cuadras enteras había marchado pisando con la punta del pie; trepábase en seguida a las murallas bajas, cruzaba un sitio y volvía para atrás; Calíbar lo seguía sin perder la pista. Si le sucedía momentáneamente extraviarse, al hallarla de nuevo, exclamaba: "íDónde te mi as dir!". Al fin llegó a una acequia de agua, en los suburbios, cuya corriente había seguido aquél para burlar al rastreador . . . íInútil! Calíbar iba por las orillas sin inquietud, sin vacilar. Al fin se detiene, examina unas yerbas y dice: "Por aquí ha salido; no hay rastro, pero estas gotas de agua en los pastos lo indican". Entra en una viña: Calíbar reconoció las tapias que la rodeaban, y dijo: "Adentro está". La partida de soldados se cansó de buscar, y volvió a dar cuenta de la inutilidad de las pesquisas. "No ha salido" fue la breve respuesta que sin moverse, sin proceder a nuevo examen, dio el rastreador. No había salido, en efecto, y al día siguiente fue ejecutado. En 1831, algunos presos políticos intentaban una evasión: todo estaba preparado, los auxiliares de fuera, prevenidos. En el momento de efectuarla, uno dijo: -"íCierto!" -contestaron los otros anonadados, aterrados-. íCalíbar! Sus familias pudieron conseguir de Calíbar que estuviese enfermo cuatro días, contados desde la evasión, y así pudo efectuarse sin inconveniente.
¿Qué misterio es éste del rastreador? ¿Qué poder microscópico se desenvuelve en el órgano de la vista de estos hombres? íCuán sublime criatura es la que Dios hizo a su imagen y semejanza!
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