Tarde de lecturas, (2008) xilografía de Marinés Tapia Vera, 1er premio de Grabado del LIII Salón de Artes Plásticas Manuel Belgrano

El rastreador

El rastreador recorre bibliotecas concretas y virtuales buscando esos textos que alguna vez tenemos que leer.

domingo, 11 de agosto de 2013

Soy Tom Hanks. Me gusta escribir a máquina

Soy un experto en el ruido que se puede hacer con una vieja máquina manual. Uso una máquina de escribir manual -y el Correo estadounidense- prácticamente todos los días. Mis cartas y mis notas de agradecimiento, los memos de la oficina, las listas de tareas pendientes y los borradores preliminares -insisto, muy preliminares- de páginas con historias quedan totalmente desprolijos, pero crearlos me da una satisfacción que pocas de las demás cosas me producen.
Confieso que cuando tengo que hacer un trabajo de verdad -documentos con exigencias similares a una monografía de la facultad- uso la computadora. El inicio y el final del texto requieren la fluidez de la tecnología moderna, y ¿a quién no le gusta elegir entre múltiples tipos de letra? Para garabatos menos importantes, de ésos que no van más allá del escritorio o la puerta de la heladera, el placer táctil de tipear como se hacía antes no tiene ni punto de comparación con la experiencia que genera la laptop “de rigor”.
El sonido del tipeo es una de las razones que justifican tener una máquina de escribir manual; por desgracia, existen solamente tres razones y ninguna de ellas es la agilidad o la velocidad.
Además del sonido, está el mero placer físico de tipear; es tan bueno como parece, los músculos de las manos controlan el volumen y la cadencia del ataque auditivo de modo que la habitación genera ecos con el “staccato” de las sinapsis.
Tal vez deba hacer más espacio para una máquina de escribir y renunciar al lujo fácil de la tecla BORRAR, pero lo que sacrifique en exactitud lo compensará con garbo. No se moleste en usar cinta correctora, líquido blanco o papel de cebolla borrable.
No es ninguna vergüenza volver a escribir encima o tachar con xxxx una palabra escrita tan mal que ninguna herramienta de verificación ortográfica podría descifrarla.
El involucramiento físico que implica tipear engendra la tercera razón para escribir con una reliquia del ayer: la permanencia. Salvo las palabras cinceladas en la piedra, pocos elementos duran más que la letra escrita a máquina, ya que la tinta queda físicamente estampada en cada fibra del papel, no colocada sobre la superficie como ocurre con un documento impreso con láser o la IBM de la “bochita”, que desplazó a la máquina de escribir.
Nadie tira a la basura cartas escritas a máquina porque son obras de arte gráfico con una singularidad similar a las huellas digitales, pues no hay dos máquinas de escribir manuales que escriban exactamente igual.
La máquina también puede durar tanto como las rocas de Stonehenge.
Son objetos hechos de acero y fueron concebidos para recibir una paliza, y lo hacen. La Underwood de mi padre, comprada justo después de la guerra para su único año en la universidad, tenía algunas teclas tan gastadas por sus dedos castigadores que estaban deformadas y borradas.
Todavía la tengo y funciona.
En el año 2013, todavía las cintas se pueden re-entintar y se podría enviar una carta escrita a máquina cada día, siempre que la máquina de escribir sobreviva junto con la producción de papel.


lunes, 5 de agosto de 2013

Una mamá argentina

Para Sarita, que estaba ahí.

Cuando se despertó ese domingo frío –tarde y ya cansada, sola en la cama grande–, Sara supo o quiso creer que no pasaría de ese día, de esa noche. La partera que la había revisado a la tardecita se lo había dicho: ya estaba ahí, cuestión de horas. Se adelantaba casi un mes.
Y pensar que apenas la semana anterior, la última vez que había salido a la calle con su incómodo marido (lo sabía, lo sentía perturbado por la exposición, la evidencia de su panza) y caminaron lentos las tres cuadras bajo el solcito de invierno hasta el consultorio, todavía tenía esperanzas de poder viajar. Pero el amable doctor Goya le había recomendado que no se fuera a Lobería para tener su hijo. El viaje en tren no era recomendable en su estado. Su segundo parto probablemente se iba a anticipar y con el antecedente de los problemas que había tenido cuando nació Sarita, siete años antes, convenía que se moviera poco, guardara reposo, lo esperara acá: mejor que lo tuviera en Chaves.
Tener familia, se decía. Pero ella ya tenía. Había vivido hasta los treinta sin salir prácticamente nunca de su pueblo y ahí estaban todos o casi, todavía: sus padres, sus hermanas. Hasta que hacía un par de años fue el traslado; a Juan lo ascendieron de auxiliar a tesorero y se tuvieron que ir de Lobería. El Banco Provincia movía de sucursal en sucursal a los empleados que querían hacer carrera; así se decía. Y así era.
Y cayeron en Chaves, un pueblo parecido. Parecido a todos en la zona, aunque éste tenía una municipalidad nueva y blanca; alta, fea y exagerada. Pero el resto era igual, con la plaza y el consabido monumento, la iglesia, los dos bancos enfrentados, el asfalto acotado y después las pocas manzanas de construcciones bajas, las calles de tierra que se disolvían en el campo.
Incluso la casa con zaguán, puerta cancel y patio con alero era igual. Apenas más grande, tal vez. Los muebles del juego de casamiento bailaban un poco en las habitaciones altas y holgadas de piso de madera a las que Sara nunca se aclimataría demasiado. La luna redonda del tualé ante el que raramente se sentaba y en la que ahora se veía de soslayo –el pelo negro largo y suelto sobre la almohada bordada JS, la cara más rellena pero apagada y ojerosa– había viajado en camión desde Lobería, envuelta en las cobijas marrones que ahora no alcanzaban para calentarle los pies.
Le dolía otra vez abajo. Espió los trapos y ahí estaba la habitual manchita de sangre. Cuando nació Sarita –no se la oía ni en la cocina ni en el patio, acaso no había vuelto de misa todavía– había tenido una hemorragia salvaje, apenas tardíamente contenida. “Esa vez casi se nos va”, así decía, contaba su marido, que se había asustado mucho. Y más la vez siguiente, cuando perdió un varón de tres o cuatro meses por lo mismo. Ahora volvían las pérdidas, el reposo obligatorio. Por eso él tenía miedo. Juan no se lo decía pero tenía miedo. En los últimos días su marido se escapaba, no sabía qué decir, daba vueltas ensimismado. Y cuando hablaba, era de cualquier cosa. Le contaba del Banco, de fútbol como si le interesara, de la guerra que no terminaba de terminar, del coronel ese que lo tenía encantado. Parecía un chico más para cuidar, abatatado.
¿Y si se moría? ¿Qué iba a pasar con él si se moría?
Sara tuvo ganas de llorar pero se contuvo. Sabía que él andaba por ahí pero ni siquiera lo llamó. Se levantó y sosteniéndose la panza fue al baño. Juan la encontró a la salida:
–¿Qué hacés parada? ¿Cómo te sentís?
Ella lo tranquilizó: –Bien. Hoy se termina, vas a ver.
¿Qué hora es? –Las once. Metete en la cama, ya vengo.
Le hizo pan con manteca, lo puso en un plato con guarda azul que apoyó sobre la mesita de luz de ella, y dejó la pava, la azucarera y el jarrito del mate sobre la suya. Tomaban dulce. Ella incluso le echaba azúcar por encima a la manteca, le quedaban bigotes blancos al morder. Al rato la cama estaba llena de miguitas, el mate frío.
El, las piernas extendidas con los zapatos puestos sobre la colcha a rayas, encendió la radio y escuchó primero las noticias, después el arranque ruidoso de Gran Pensión El Campeonato mientras repasaba La Razón de ayer. Derramada a su lado, Sara leía un cuento de la Damas y Damitas apoyada sobre la panza, no pasaba de la primera página, se sonaba la nariz a cada rato. Entonces él giraba la cabeza, le tocaba el pelo y preguntaba. Pero ella no, no iba a iba almorzar, no quería nada.
Cuando llegó Sarita corriendo y preguntó si podía quedarse a comer milanesas en casa de los vecinos de al lado, el padre le dijo que sí; y cuando en la cocina preguntó por qué lloraba la mamá él le dijo que no, que a ella le parecía.
Como para confirmarlo, Sara desde la cama le indicó cómo hacer para recalentar el estofado de anoche. Juan comió solo en la mesa de hule a cuadritos mirando el patio, al terminar dejó todo sin levantar como de costumbre.
Sara durmió un rato la siesta mientras él escuchaba el partido de Boca en la cocina. Una de las veces que se despertó volvió a ir al baño sin avisarle a su marido, que ahora oía las explicaciones de un empate sin goles: “Las defensas superaron a los ataques”, decía alguien. Sara se cambió con esfuerzo la ropa interior y supo que ya estaba. Al volver a la cama como pudo, le pidió a Sarita que le trajera el otro camisón, y el peine. El doctor Goya había quedado en pasar a las seis y ella lo esperó leyendo el mismo cuento de la Damas y Damitas. Sarita hacía los deberes a su lado. Juan fumaba, entraba y salía sin motivo, como un perro.
El doctor llegó a las siete y media y ya era de noche. Al rato mandó a llamar a la partera y cuando ella entró a la pieza y salió, el doctor Goya llamó al marido aparte y le dijo:
–Quédese tranquilo que va andar todo bien. Ahora vaya al club y espere. Yo le aviso. Y llevesé la nena, mejor.
El antes de irse quiso entrar, y al ver que Sara sudaba y se retorcía con la mujer que la asistía se quedó mudo a los pies de la cama. Ella lo vio, sonrió como pudo y le guiñó un ojo. Juan ni siquiera sabía que ella sabía hacer eso. Gateó por la colcha, la besó en la cara y se fue.
Juan hizo caso, se fue a la sede del club al que solía y se quedó ahí, haciendo tiempo, a la espera. Tomó un Cinzano con bitter en el mostrador; después otro, que se llevó a una mesa donde estaba su amigo Picabea, del Banco como él. Ahí, en la casi penumbra que rodeaba las mesas de casín, entre el humo y la conversación asordinada pasaron dos horas largas. Los compañeros se fueron. Llegaron otros que ya habían cenado. La aguja del reloj, arriba de la estufa en que crepitaba el quebracho, apenas si se movía. Sentado a una mesa pegada a la pared donde se enfilaban los tacos de billar, Juan habló largamente de fútbol y de política y de las últimas alarmantes noticias del mundo tan lejano. Después se quedó callado, la mirada fija en la mesa verde donde corrían las bolas, atropellaban los palitos de marfil.
De pronto el mozo se acercó, arrimó la cara: –Tenés teléfono. Es Goya.
Fue hasta el mostrador y le pasaron el aparato, negro y con horquilla cromada. –¿Juan? –Sí. –Todo bien. Es un varón. –¿Y Sara? –Bien. Todo controlado.
Lo tuvieron que sostener. A la tarde del día siguiente, Sara estaba descansando en la cama con su hijo pegado al cuerpo, apoyado en el brazo, cuando vino una vecina a visitarla. No era la primera ni la más amiga pero sí la más locuaz.
–Es chiquito pero no le falta nada. Sólo las uñas– le explicó. Le dijo que al final no iba a ser Eduardo. Se llamaba Juancito, como el padre, y que sí, que no tenían imaginación y repetían los nombres. Agotaron enseguida los temas. Pero la señora estaba muy impresionada de lo que había escuchado por la radio: –¿Vio la bomba que han tirado los norteamericanos en Japón? Una cosa terrible. Sara no sabía: no escuchaba la radio, el diario llegaba un día después a Chaves, su marido no le había comentado nada. “No sé para qué traemos chicos al mundo si después matan a la gente así”. Sara no lo sabía muy bien para qué. Estaba todavía muy dolorida y débil, había perdido bastante sangre pero ya no y se recuperaba. –No sé, seguro que tiene razón. Entonces por toda respuesta se volvió hacia el costado, desplazó el camisón un poquito, apenas lo necesario, y me empezó a dar la teta.